A cien años de la Reforma Universitaria, es necesario contextualizar
algunos de sus principales logros para no caer en una rememoración
reduccionista que nos quite perspectiva para intervenir en el presente.
Por Mariano Duna
Muchas de las banderas enarboladas por el movimiento reformista impulsado
en Córdoba en 1918 han servido para definir el perfil de nuestras universidades
nacionales: autonomía, cogobierno, extensión, concursos de oposición y
gratuidad de la enseñanza son principios de profunda raigambre que han
permitido consolidar, por un lado, un dispositivo de movilidad social para la
clase media y, por el otro, diversas maneras de intervención en la realidad del
país.
En la actualidad, el sostenimiento
de dichas consignas se ve fuertemente interpelado por la pretensión de instalar
un modelo económico y social que cuestiona los fundamentos de algunos de
aquellos principios. El caso más evidente es el de la gratuidad: de forma
planificada o no, diversos ideólogos y comunicadores critican recurrentemente
ese aspecto central y tan particular de nuestras universidades nacionales y
bogan por salidas que permitan poco a poco el autofinanciamiento (a través de,
por ejemplo, el cobro a extranjeros o la exigencia de retribuciones a graduados).
En la vereda opuesta, políticos e intelectuales refuerzan el rol social que
cumplen las universidades nacionales y plantean la enseñanza universitaria como
un derecho.
Ahora bien, en este contexto,
cualquier intención de revisar la conveniencia de sostener a rajatabla la habitual interpretación de las consignas de la
Reforma Universitaria puede ser vista con desconfianza; sin embargo, creemos
que ocurre lo contrario: si no actualizamos el sentido que los principios
reformistas tienen hoy en día, corremos el riesgo de darle la espalda a un
sector creciente de la población que -no necesariamente por escuchar a los
ideólogos y comunicadores antes mencionados- está comenzando a observar ciertos
comportamientos de las universidades como propios de un sector conservador y
privilegiado.
Tomemos, en concreto, el caso de la
autonomía. Principio virtuoso que procura evitar la injerencia del poder
político en los claustros universitarios, este legado permitió en su momento avanzar
contra el enquistamiento de sectores conservadores (la Iglesia, por caso) que,
en connivencia con los gobiernos de turno, no veían en la universidad una
herramienta de progreso y desarrollo. Hoy en día, sin embargo, una
interpretación extrema de la autonomía universitaria impide más cosas de las que permite y coloca en muchas
universidades una suerte de halo que dificulta o directamente impide la
aplicación de determinadas leyes al interior de esas instituciones.
De esta forma, convenios colectivos de trabajo, leyes de protección de
derechos y programas de educación sexual, por ejemplo, son en principio
ignorados por instituciones como la Universidad de Buenos Aires, que solo por
la presión de determinados agentes realizan aplicaciones específicas de
normativas nacionales, pero siempre bajo formas restrictivas y controladas exclusivamente
por la misma institución.
No nos debemos olvidar -y a esto nos
referimos con actualizar la interpretación que realizamos sobre las consignas
reformistas- que la autonomía universitaria implica autonomía respecto del
poder ejecutivo, pero que esto no la exime del poder reglamentario del
Congreso. Por lo tanto, no deberíamos conformarnos con que la UBA, por ejemplo,
investigue por su cuenta las denuncias públicas realizadas por un grupo de
egresadas del CNBA, sino que deberíamos exigir al interior de las instituciones
el cumplimiento efectivo de las leyes que atañen a toda la ciudadanía, tenga o
no tenga cada integrante la fortuna de presentar esa condición tan particular y
generadora de orgullo que es la de pertenecer -ya sea estudiando y/o trabajando-
a una universidad nacional.
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