Por
Mariano Duna
En principio, podríamos decir que un
claustro de graduados reúne a quienes obtuvieron un título de carrera de grado
universitaria. La participación de estas personas en el cogobierno de una facultad
resulta muy importante para aportar una perspectiva actualizada e interesada
respecto de la inserción profesional y el ámbito de injerencia de una carrera;
esta mirada será fundamental a la hora de -por caso- pensar la reforma de un
plan de estudios.
Ahora bien, en el caso de la Universidad
de Buenos Aires, el claustro de graduados de cada Facultad incluye también a
los docentes auxiliares que trabajan en esa institución. Tal como lo establece
el artículo 106 del Estatuto Universitario, “el Consejo Directivo [de las
Facultades] está integrado por ocho representantes por los profesores; cuatro
representantes por los graduados, uno de los cuales, por lo menos, deberá
pertenecer al personal docente, y cuatro representantes por los estudiantes”.
Esta composición plantea al menos dos
tensiones. En primer lugar, otorga una mayor representación al grupo menos
numeroso -los profesores titulares- y, por otra parte, reúne en un mismo
claustro a dos grupos que no necesariamente se preocupan por los mismos asuntos:
los graduados propiamente dichos y los docentes auxiliares que trabajan en la
facultad.
Esta situación podría resolverse si se
incluyeran a todos los docentes en un mismo claustro (para lo que sería
necesario que los profesores aceptaran ceder su hegemonía simbólica y se rebajaran a compartirla con docentes de menor categoría) y si quedara formado,
de esta manera, un claustro de graduados “puros”, es decir, de profesionales de
una carrera que no sean además trabajadores docentes de la facultad.
El Consejo de Escuela Resolutivo de los
Establecimientos de Enseñanza Secundaria dependientes de la UBA replica, en
cierta forma, la composición de los Consejos Directivos de las Facultades, pero
con una composición en principio más “virtuosa”: ocho representantes de los docentes (6 profesores y 2
preceptores/auxiliares docentes), cuatro representantes de los estudiantes, dos
representantes de los graduados y un representante de los nodocentes con voz
pero sin voto. Sin embargo, creemos que esta composición presenta un problema.
Las condiciones para acceder a la
representación por el claustro de graduados en una escuela media de la UBA son
haber obtenido el título secundario en esa institución y haberse anotado en el
padrón correspondiente para la votación. No hay ningún tipo de restricción de
edad (cantidad mínima de años transcurridos desde el egreso, por ejemplo) o
requisito en la formación del graduado (que haya obtenido un título
universitario en la UBA o que sea docente de escuela secundaria, por mencionar
dos posibles alternativas). La ausencia de estas exigencias -que implicarían un
voto calificado y se alejarían de principios democratizadores- parece ser sin
lugar a duda preferible a su instauración.
No obstante, no podemos evitar
preguntarnos: ¿qué motiva a un egresado del CNBA o del Pellegrini a participar
en el CER como representante por el claustro de graduados? Si el egresado es un
docente interino de la institución -que no puede votar ni ser votado por el
claustro docente, sólo accesible para docentes titulares-, podríamos suponer
que su motivación es participar del cogobierno de la institución en la que
trabaja; en este caso, el claustro de graduados del CER funcionaría de manera
similar al de las Facultades y ofrecería la posibilidad de compensar una falta
de representación. Si, en cambio, el consejero es un graduado que no trabaja en
la institución y que realizó estudios vinculados con -por ejemplo- Ciencias de
la Educación o alguna de las áreas de conocimiento que se desarrollan en el
colegio, podríamos suponer que se trata de alguien que se preocupa por la
formación que la institución media brinda de cara al inicio de una carrera
universitaria o alguien que busca retribuir con su formación universitaria a la
institución que le brindó la educación secundaria; en este caso, estaríamos
frente a un graduado propiamente dicho.
Pero si no se trata de ninguno de estos casos,
¿qué hace un representante del claustro de graduados de una escuela
secundaria? Sin pretensión de ejercer
juicios de valor, intuimos que su actividad puede vincularse con una motivación
laboral (obtener un cargo rentado para desarrollar una determinada tarea),
sentimental (sostener el vínculo con el lugar donde uno pasó su adolescencia) o
vocacional (confirmar sus intereses mientras transcurre sus primeros años como
bachiller).
Cualquiera de estas tres motivaciones
imaginadas sería mucho mejor que una cuarta: una motivación pretendidamente
política que consiste en reproducir y trasladar al CER la militancia pasada
estudiantil o la militancia presente adulta. Pero si fuera así, ¿cuál sería el
problema? ¿No es una función de estas escuelas formar para la participación
política? Es verdad; lo que ocurre es que antes que para funcionar como un Club
de Caballeros donde se juega a la política, el CER debería servir para indagar
colectiva y democráticamente en la mejora de los procesos de enseñanza y
aprendizaje. Y, en este sentido, tal vez tengan mucho más para aportar -con voz
y voto- los trabajadores nodocentes que los consejeros graduados con escasa
perspectiva y formación pedagógica, independientemente de cuál sea su derrotero
partidario.