Reseña de Elogio de la docencia, el nuevo libro
de Federico Lorenz.
Por Mariano Duna
Que la cantidad de hojas no confunda a las
personas desprevenidas: muchos libros caben en las 124 páginas de Elogio
la docencia (Buenos Aires, Paidós, 2019), de Federico Lorenz,
historiador, investigador adjunto del CONICET y profesor del CNBA.
En primer lugar, podríamos decir que se trata
de un libro autobiográfico en el que el escritor nacido en 1970 hilvana
anécdotas vividas con estudiantes, compañeros de estudios y familiares, y
recorre las vicisitudes de su formación a través del reconocimiento de las
lecturas y las personas que fueron perfilando su rol “anfibio” de docente e
investigador.
Cómo
mantener viva la llama (subtítulo del libro) también tiene cierta filiación con el género de
autoayuda. El propio autor se hace cargo de esa vinculación y aclara
enfáticamente que mientras que los gurúes ofrecen salvaciones individuales,
este libro se propone pensar un sujeto colectivo que pueda volver a desarrollar
un proyecto político emancipatorio. Aunque para esta tarea no existan
soluciones mágicas ni pasos a seguir que garanticen el éxito, Lorenz no se
abstiene de realizar algunas sugerencias concretas dirigidas especialmente -aunque
no de forma exclusiva- a quienes se preocupen por la función de educar.
En tercer lugar, Elogio de la docencia es
un libro con densidad teórica. Argumentando y remitiendo a distintos autores,
Lorenz cuestiona algunos de los paradigmas de la posmodernidad, define -con
mucha agudeza y autocrítica- el rol del intelectual- investigador en la
sociedad y argumenta en contra de la mentada asimetría entre profesor y
estudiante:
Un docente no adoctrina, lo que implicaría una relación asimétrica con
sus alumnos, sino que construye una reflexión con ellos. Es una construcción
democrática y horizontal en la cual desempeña el especial papel de facilitar el
espacio para que las ideas circulen, aportar su saber específico, pero tiene
que estar dispuesto a escuchar, aprender y corregir tanto como sus alumnos.
También problematiza “el culto por la
memoria” (porque, en definitiva, “el pasado no puede ser una meta, sino un
punto de partida”) y busca generar nuevas condiciones de posibilidad para
volver a pensar históricamente:
Recuperar la idea del paso del tiempo como territorio de la acción
humana, como espacio de proyección y reflexión. La idea de la construcción
colectiva y la acumulación; la certeza de que los derechos son conquistas, y si
fueron obtenidos, se pueden perder. Pero a la vez, lo que se perdió puede ser
recuperado, bajo las formas que su época y quienes la habiten le den.
Pero,
sobre todo, se trata de un libro que arenga y convoca a actuar, a retomar la
“escala humana” y la “capacidad de agencia”. Es un llamado a recuperar una
épica de la solidaridad, del optimismo (pero no del “voluntarismo bobo”), de los
sueños (tanto los descansos como los anhelos), de los asombros, de la escucha y
de la empatía. Todo en un mismo espacio de lucha, el aula, “lugar de reunión de
viajeros, de prisioneros evadidos, de todos aquellos a los que la realidad
incomoda y avergüenza”.
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