18 de abril de 2019

“Las grandes épicas se nutren de pequeños gestos”


Reseña de Elogio de la docencia, el nuevo libro de Federico Lorenz.

Por Mariano Duna

Que la cantidad de hojas no confunda a las personas desprevenidas: muchos libros caben en las 124 páginas de Elogio la docencia (Buenos Aires, Paidós, 2019), de Federico Lorenz, historiador, investigador adjunto del CONICET y profesor del CNBA.
En primer lugar, podríamos decir que se trata de un libro autobiográfico en el que el escritor nacido en 1970 hilvana anécdotas vividas con estudiantes, compañeros de estudios y familiares, y recorre las vicisitudes de su formación a través del reconocimiento de las lecturas y las personas que fueron perfilando su rol “anfibio” de docente e investigador.
Cómo mantener viva la llama (subtítulo del libro) también tiene cierta filiación con el género de autoayuda. El propio autor se hace cargo de esa vinculación y aclara enfáticamente que mientras que los gurúes ofrecen salvaciones individuales, este libro se propone pensar un sujeto colectivo que pueda volver a desarrollar un proyecto político emancipatorio. Aunque para esta tarea no existan soluciones mágicas ni pasos a seguir que garanticen el éxito, Lorenz no se abstiene de realizar algunas sugerencias concretas dirigidas especialmente -aunque no de forma exclusiva- a quienes se preocupen por la función de educar.

En tercer lugar, Elogio de la docencia es un libro con densidad teórica. Argumentando y remitiendo a distintos autores, Lorenz cuestiona algunos de los paradigmas de la posmodernidad, define -con mucha agudeza y autocrítica- el rol del intelectual- investigador en la sociedad y argumenta en contra de la mentada asimetría entre profesor y estudiante:

Un docente no adoctrina, lo que implicaría una relación asimétrica con sus alumnos, sino que construye una reflexión con ellos. Es una construcción democrática y horizontal en la cual desempeña el especial papel de facilitar el espacio para que las ideas circulen, aportar su saber específico, pero tiene que estar dispuesto a escuchar, aprender y corregir tanto como sus alumnos.

También problematiza “el culto por la memoria” (porque, en definitiva, “el pasado no puede ser una meta, sino un punto de partida”) y busca generar nuevas condiciones de posibilidad para volver a pensar históricamente:

Recuperar la idea del paso del tiempo como territorio de la acción humana, como espacio de proyección y reflexión. La idea de la construcción colectiva y la acumulación; la certeza de que los derechos son conquistas, y si fueron obtenidos, se pueden perder. Pero a la vez, lo que se perdió puede ser recuperado, bajo las formas que su época y quienes la habiten le den.

Pero, sobre todo, se trata de un libro que arenga y convoca a actuar, a retomar la “escala humana” y la “capacidad de agencia”. Es un llamado a recuperar una épica de la solidaridad, del optimismo (pero no del “voluntarismo bobo”), de los sueños (tanto los descansos como los anhelos), de los asombros, de la escucha y de la empatía. Todo en un mismo espacio de lucha, el aula, “lugar de reunión de viajeros, de prisioneros evadidos, de todos aquellos a los que la realidad incomoda y avergüenza”.

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