4 de abril de 2020

"La orquesta del Titanic" y otras reflexiones sobre la educación en cuarentena


Por Mariano Duna


¿Soplar y hacer botellas?

La suspensión de clases presenciales a causa de las medidas adoptadas para la contención del  COVID-19 instaló rápidamente en la agenda pública (y, con mayor urgencia, en el interior de los hogares) la educación a distancia; o, mejor dicho, una versión muy simplificada de la educación a distancia, que considera que la transposición de una propuesta de enseñanza presencial a una virtual depende simplemente de “transmitir”  mecánicamente la teoría (a través de textos digitales, videos, audios e incluso guías impresas)  y ponerla en práctica mediante diferentes actividades.
Precisamente, uno de los primeros inconvenientes que surgieron en este contexto consistió en la cantidad de “tareas” que un número considerable  de docentes asignó a sus estudiantes, como si un horror vacui ante la pretendida mayor disponibilidad de tiempo hubiera angustiado a quienes están al frente de los cursos.
La “traducción” de lo presencial a lo virtual  es muy compleja desde el punto de vista pedagógico pues se tratan de modalidades distintas e independientes; de ninguna manera es una cuestión de “soplar y hacer botellas”. Ahora bien, no deja de sorprender la rapidez con la que muchos/as docentes comenzaron a dar una cantidad de tarea que jamás dieron -ni darían- de forma presencial.
Cabría entonces reflexionar sobre qué sentido le dan esos/as docentes a aquello que hacen en la escuela con sus estudiantes. ¿Se trata de ocupar el tiempo con actividades? ¿Se trata de ocupar el tiempo ocupando -precisamente- un lugar, aunque no se haga mucho? ¿Se trata de conseguir los aprendizajes haciendo obstinadamente las tareas, como si los/as estudiantes fueran una suerte de Sísifo con guardapolvo?
La pregunta por el sentido de nuestra tarea docente no es una mera cuestión especulativa y bajo ningún punto de vista debería ser algo en lo que no podamos pensar porque estamos atiborrados de ejercicios para corregir. Esta situación de emergencia nos exige poder definir qué es lo más importante de aquello que enseñamos (un contenido, un concepto, una habilidad, una forma de ver el mundo), para poder rescatar ese elemento e ingeniarnosla para que nuestros/as estudiantes puedan acercarse a ello, incluso encerrados/as en sus casas (si es que tienen la suerte de vivir en una, pero ése es otro tema).
Nuestra impresión es que si tantos/as docentes se largaron con desesperación a dejar un montón de tarea es o bien porque no tienen en claro qué es lo más importante de aquello que enseñan año a año, o bien porque no tienen ninguna intención de preguntárselo.



Un panóptico invertido

La inesperada “intromisión” de la escuela en las casas hace que lo que los/as docentes hacemos (o no hacemos) tenga una inusitada visibilidad. Esta situación acaso genere preocupación en muchos/as profesores/as, sobre todo del nivel medio, generalmente acostumbrados/as a trabajar con mucha independendencia (o, en algunos casos, directamente con “impunidad”).
Habrá familias que se encontrarán con estrategias de enseñanza y propuestas de aprendizaje valiosas, originales, conmovedoras,  y otras que deberán lidiar con la monotonía y el sinsentido percibidos diariamente por sus hijos/as adolescentes. En cualquier caso, y más allá de comprender el carácter excepcional de la situación, muchas familias podrán constatar con mayor claridad cuáles son los contenidos y habilidades que la escuela prioriza, y podrá reforzarlos o cuestionarlos con más y mejores argumentos.
Los/as docentes suelen sentir mucha  comodidad dentro del aula, con la puerta cerrada; el Coronavirus hace que, ante la ausencia de los cuerpos, paradójicamente se torne mucho más presente el trabajo (o por lo menos una dimensión del trabajo) de los docentes, y es de esperar que cuando se produzca el retorno a las escuelas haya modificaciones en las relaciones entre profesores/as y  familias. Según el caso, podrá prevalecer la comprensión, la admiración, el respeto… o todo lo contrario.


La tecnología en la escuela

El ser humano es un “ser tecnológico” que aplica de forma práctica su conocimiento y desarrolla tecnologías al punto tal que muchas de ellas se naturalizan y se invisibilizan. El lenguaje y la escritura, por caso, son tecnologías que definen a nuestra especie desde mucho antes que la llamada revolución digital.
La escuela, por su parte, es una “tecnología organizativa” que funcionó muy bien durante mucho tiempo, replicando el modelo del sistema productivo de las fábricas. Sin embargo, los cambios sociales ocurridos desde la segunda mitad del siglo XX llevaron a un cuestionamiento de su legitimidad y funcionamiento.
Ya es un lugar común suponer que la educación mejorará con la incorporación de tecnología. Sin embargo, no debemos perder de vista que, por más que la escuela incorpore tecnología, finalmente se quedará con aquello que le “sirva”.
En su libro electrónico Viajes al futuro de la educación Axel Rivas se pregunta: 
¿Por qué triunfaron el pizarrón, el cuaderno de clases, el libro de texto? ¿Solo porque alguien los inventó o los supo vender bien al político de turno? No, en cada caso, estas tecnologías se alinearon con ciertas necesidades profundas del sistema educativo: el método expositivo como núcleo de la enseñanza en el aula (el pizarrón); la realización de ejercicios que requería hacer visible y evaluable el trabajo continuo de los alumnos (el cuaderno); la necesidad de masificar los contenidos curriculares a través de la implementación de formatos comprensibles y de uso diario (el libro de texto).
            Seguramente, la necesidad de “enseñar a distancia” hará que se incorporen (o que sigamos incorporando) una serie de herramientas y plataformas digitales que nos permitan continuar en contacto con nuestros/as estudiantes durante el tiempo en el que las escuelas estén cerradas. ¿Qué va a pasar con esas herramientas y plataformas una vez que retornemos a las aulas? ¿Abrazaremos su uso con entusiasmo, luego de haber experimentado lo que fuimos capaces de hacer con ellas, o las desecharemos con desprecio, alejando el recuerdo de un período de excepción?
Para evitar  caer tanto en una “fascinación superficial” o “utópica” como en una negación reaccionaria y “tecnofóbica” respecto de esos elementos, conviene tener en cuenta que la Tecnología Educativa, en tanto campo disciplinar, “debe aportar análisis e investigaciones que contribuyan a mejorar el trabajo de docentes y estudiantes con argumentos y estrategias que permitan utilizar las nuevas tecnologías de manera eficaz y, en la medida de lo posible, les aporten bases para innovar en su trabajo” (de Pablos Pons 2009).
Sin embargo, lo cierto es que a la tecnología en la escuela se la consideró principalmente más como un conjunto de recursos y herramientas que como una posibilidad de pensar la educación desde una nueva perspectiva.
Nuestra mayor expectativa frente a esta situación tan compleja es que podamos pensar de manera sincera y comprometida en formas de mejorar y potenciar la enseñanza y los aprendizajes. Es en este sentido que la tecnología -más allá de ofrecer maneras eficaces de comunicación a distancia- puede resultarnos inesperadamente útil.

Jóvenes, tecnología y pedagogía

            La Tecnología Educativa coloca su eje en el conocimiento –en su producción y en su circulación-, y no en la tecnología por sí misma.
Juan Manuel Escudero Muñoz (2009) remarca que
las nuevas tecnologías no generan por sí mismas una verdadera renovación pedagógica. O, dicho de otro modo, para que una determinada tecnología, medio o herramienta, llegue a representar una contribución sustantiva a la mejora de la enseñanza y de la formación, lo que es imprescindible es que los docentes que las utilicen cuenten con modelos pedagógicos bien armados y justificados para ello.

Por ejemplo, el rol de la tecnología en la educación no será el mismo si se la piensa desde un modelo constructivista o desde uno conductista. Así, el/la docente que haga “buen uso” de la tecnología no será solamente el/la que sepa utilizarla y lo haga bien, sino el/la que lo haga con plena conciencia del sentido y la “incumbencia cultural” que tiene su uso en la enseñanza.
Edith Litwin (2009), referente argentina en la materia, aclara que “no se trata de transformar la escuela en un espectáculo de entretenimiento sino de lograr que niños, niñas y jóvenes encuentren en ella un lugar de desafíos cognitivos, de experiencias formativas y de construcción de la ciudadanía en el marco de una enseñanza moral”.
Desde la perspectiva de Litwin, la referencia a la “enseñanza moral”  cumple la función de reforzar la figura y el rol de los/as profesores/as. La autora saluda el “nuevo rol docente que, en tanto profesional estudioso de la cultura juvenil, sabe de qué se tratan los múltiples estímulos que les llegan diariamente en todos los espacios y tiende un puente para dotarlos de significado, reorientar sus propósitos y apropiarse de ellos”.
Ahora bien, un lugar común al respecto consiste en suponer que los/as jóvenes por ser jóvenes saben y gustan de usar la tecnología. Hay que decirlo clara y rápidamente: la distinción entre “nativos” y “migrantes” digitales no tiene sentido, sobre todo cuando pensamos en el uso de la tecnología encuadrado en una institución o una actividad puntuales como pueden ser la escuela y las actividades que en esta se proponen. Con esto queremos decir que es falso que los/as chicos/as que son “malos/as alumnos/as” y reniegan de la escuela, se ven de repente fácilmente seducidos/as  por ella porque podrán usar la notebook o el celular (en todo caso, en muchos hogares se podrá constatar o refutar esta afirmación…).
Sí es cierto que los/as jóvenes socializan de otro modo (como también lo hacemos los adultos; la diferencia reside en que, por una simple cuestión de cantidad de años en este mundo,  ellos/as no tuvieron antes otras formas de vinculación), y que eso tiene consecuencias en la escuela.
José Cabrera Paz (2001)  lo explica del siguiente modo:
La cultura escolar, sus códigos y representaciones, no ocupan el lugar más importante en el espacio simbólico en el que se mueven los jóvenes. La socialización en los medios de  comunicación y los grupos de pares han incrementado su poder como marco de referencia y con ellos la escuela, con frecuencia, no guarda relaciones de sintonía. Los ‘jóvenes’, desde las diversas manifestaciones sociales y culturales desde las que se ejerce esta categoría tan heterogénea, han empezado a llevar su capital simbólico a la escuela y ésta no se encuentra, a menudo, preparada para ello. Los muchachos quieren comportarse como jóvenes en la escuela, pero ella no parece tener más espacio que para los ‘estudiantes’.
 Salomón, Perkins y Globerson (1992) señalan que “sólo se producen efectos mentales profundos provocados por la tecnología inteligente cuando al mismo tiempo se producen cambios notables en la cultura”. Si bien es innegable que esos cambios están ocurriendo desde hace años, las instituciones escolares tienden a no experimentar o realizar modificaciones con facilidad.
¿Cambiará la escuela luego de este uso “obligado” de herramientas tecnológicas? Si la respuesta es afirmativa, cabría preguntarse hasta qué punto lo hará, y si lo hará priorizando criterios pedagógicos o haciendo valer modas impuestas por el mercado.

La orquesta del Titanic           
La situación social del país ya era compleja desde mucho antes del Coronavirus, y seguramente la desigualdad se acentúe tras este proceso. Lamentablemente, tememos que las escuelas -que tradicionalmente habían servido para el ascenso y la igualación- reforzarán esa desigualdad. Hay escuelas (públicas y privadas) que están ensayando estrategias para poder seguir trabajando, ya sea porque tienen recursos, porque las familias colaboran o porque tienen suerte. Hay escuelas (públicas y privadas) que no están pudiendo hacer mucho porque tienen otras urgencias (dar de comer, por ejemplo), porque tienen docentes en situaciones desesperantes, porque las familias están ausentes... Y hay escuelas (públicas y privadas) que no hacen nada, porque no quieren, porque no pueden, porque no saben, o por cualquier otro motivo.
Enfrentados/as ante una enorme complejidad e incertidumbre, incapaces de saber si sus estudiantes tendrán las mismas posibilidades de acceder a los contenidos y de ser acompañados por un familiar para la realización de actividades a distancia, y sabiendo que la actual coyuntura obliga a un radical cambio en sus condiciones de trabajo, algunos/as docentes se comprometen y otros se resignan. Y muchos/as más hacen una mezcla de las dos cosas: pese a la angustia, dan lo mejor de sí, pero con la fuerte sospecha de que, en definitiva, en este período “intentaremos enseñar”, pero en realidad no lo estaremos haciendo; o, en todo caso, estaremos haciendo un gran “como si”.
Nos gustaría resignificar ese “como si”. ¿Qué sentido tiene intentar sostener el rol de la escuela como institución de socialización y transmisión de la cultura, si todo el mundo está en cuarentena, las personas no pueden salir a trabajar, los/a adultos/as mayores deben resguardarse, si imperan la angustia y la desesperanza? Precisamente por todo eso las escuelas deben continuar funcionando. Deben reinventarse para seguir existiendo, para seguir ofreciendo a las familias un vector de organización; para seguir ofreciendo a sus estudiantes una posibilidad de encuentro con el conocimiento, con el arte, con el disfrute, con la frustración, con la risa y con el llanto.
Hay algo necio en el gesto de seguir trabajando cuando todo se desmorona, como si estuviéramos en la orquesta del Titanic. Pero hay también otra cosa, algo que no necesariamente tiene que ver con la épica romántica de la vocación o con las falacias  que apelan exageradamente a las emociones.  Hay una ética que reúne convicción y responsabilidad, y que es la misma que compromete a los/as profesionales de la salud.
Somos personas a cargo de tareas esenciales: somos profesionales de la educación y tenemos que estar a la altura de las circunstancias. Tenemos que ser capaces de sumar inteligencia e imaginación y poder pensar en alternativas para permitir que los/as jóvenes sigan de alguna manera en contacto con aquellas cosas que consideramos fundamentales de nuestras materias, de nuestras disciplinas, de nuestras visiones de mundo (que no nos pertenecen sino que heredamos y debemos ofrecer a quienes dejaremos en nuestro lugar). Tenemos que dejar de estar tan alienados que no podamos ni siquiera reflexionar sobre qué es lo más importante de aquello que enseñamos.
En esta situación excepcional, tenemos que poder pensar más allá del problema de la evaluación, la acreditación de los aprendizajes y la consagración de la meritocracia que se esconde detrás de cada calificación. Nuestra respuesta frente a no poder hacer lo mismo de siempre no puede ser no hacer nada.

Bibliografía
Buckingham, David (2008). Más allá de la tecnología. Aprendizaje infantil en la era de la cultura digital. Buenos Aires: Manantial.
Cabrera Paz, José (2001). “Náufragos y navegantes en territorios hipermediales: experiencias psicosociales y prácticas culturales en la apropiación de Internet en jóvenes escolares”. En Bonilla, Marcelo y Cliche, Gilles (editores), Internet y sociedad en América Latina y el Caribe, investigaciones para sustentar el diálogo. Quito: FLACSO, 2001.
de Pablos Pons, Juan (2009). “Introducción general”. En de Pablos Pons, Juan (coordinador), Tecnología educativa. La formación del profesorado en la era de Internet, Málaga: Aljibe.
Escudero Muñoz, Juan Manuel (2009). “Las nuevas tecnologías y la formación del profesorado”. En de Pablos Pons, Juan (coordinador), Tecnología educativa. La formación del profesorado en la era de Internet, Málaga: Aljibe.
Litwin, Edith (2009). “Ficciones, realidades y esperanzas para la escuela del presente”. En de Pablos Pons (coordinador), Tecnología educativa. La formación del profesorado en la era de Internet, Málaga: Aljibe.
Salomon, Gabriel, Perkins, David y Globerson, Tomas (1992). “Coparticipando en el conocimiento: la ampliación de la inteligencia humana con las tecnologías inteligentes”, en Revista Comunicación, lenguaje y educación. Nº 13, Madrid.