Por Mariano Duna
Transcurridas las primeras semanas de organización en emergencia y
de envío exacerbado de tareas y actividades, la proximidad del fin de trimestre
nos enfrentó a una de las cuestiones que suele resultar más problemática a la
hora de la discusión pedagógica: la evaluación.
La reciente publicación de una Resolución
del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires presenta
disposiciones que nos invitan a realizar algunas reflexiones. Creemos
preferible referirnos a documentos concretos antes que andar corriendo detrás
de declaraciones o impresiones como las que realiza
-en muchas oportunidades de manera algo irresponsable, aunque motivado
seguramente por buenas intenciones- el Ministro de Educación de la Nación.
La Resolución de la Ministra de CABA ordena a todas las instituciones
(públicas y privadas) de primaria y secundaria “llevar un registro sistemático
y una valoración del proceso pedagógico desarrollado de forma remota, sin
calificación”; establece un cuatrimestre (hasta el 30 de junio) para informar a
las familias y a los/as estudiantes sobre la “valoración del proceso
pedagógico, sin calificación”; y determina que “la valoración de los procesos
pedagógicos sin calificación de los/as estudiantes durante el período que dure
la suspensión de actividades educativas presenciales, se complementará con
instancias de evaluación al retomar la presencialidad, que permitan ratificar,
rectificar o completar la valoración realizada, y acreditar en el momento
oportuno el proceso de aprendizaje realizado”.
Por si no quedó claro, lo remarcamos: la valoración de los procesos
pedagógicos será “sin calificación”. ¿Qué se esconde detrás de la necesidad de
realizar esa aclaración?
Evaluar, acreditar, calificar
Las tres acciones no son idénticas, aunque están muy vinculadas. En todo
caso, nos permiten pensar la evaluación desde tres aspectos fundamentales.
- La evaluación como problema “técnico” o pedagógico:
Nos referimos a la importancia de realizar buenos instrumentos de
evaluación, coherentes con los objetivos planteados por cada docente, los
contenidos efectivamente abordados y las actividades desarrolladas
en cada curso en concreto, más allá de las intenciones declaradas en una
planificación (por ejemplo). Desde esta perspectiva, la evaluación cumple un
papel fundamental para la obtención de información, ya que brinda al/ a la
docente del curso la retroalimentación necesaria para realizar ajustes en su
planificación en función de los logros (que incluye éxitos y dificultades) de
sus estudiantes.
En este sentido, “evaluar” es -si me disculpan por acudir a una metáfora
repetida hasta el hartazgo- sacarle una foto a los procesos: de enseñanza, por
el lado docente, y de aprendizaje, por el lado estudiantil.
2.
La evaluación como problema “legal” o administrativo:
Para que una evaluación
(una prueba escrita, un trabajo domiciliario -aunque en este contexto toda la
educación se volvió redundantemente “domiciliaria”-, una presentación oral, un
proyecto, por mencionar algunos ejemplos) tenga validez se tiene que dar en un
marco determinado (una clase, una mesa de examen, una actividad previamente
acordada y autorizada dentro de un calendario escolar de carácter oficial,
etcétera).
Todas nuestras buenas intenciones volcadas en la pretensión de asegurar
-en la medida de lo posible- la continuidad pedagógica requieren, no obstante,
un sustento (por ahora, la Resolución en cuestión) que, llegado el momento, le
termine de dar sentido a la acción perlocutiva de evaluar: esto es, decirle a
alguien que el trabajo que realizó permite determinar con cierto grado de
razonable certeza que los contenidos o habilidades requeridas para la
realización de ese trabajo pasaron a formar parte de su acervo cultural y/o
cognitivo.
Acreditar es, por lo
tanto, una responsabilidad muy grande que los/as docentes no nos tomamos a la
ligera; en definitiva, la acreditación de saberes y competencias se vincula
directamente con el otorgamiento de certificaciones habilitantes en campos
académicos y profesionales… (Dejamos para otro momento la cuestión sobre en qué
medida ocurre esto en la escuela media; solamente adelantaremos que, en todo
caso, el título del secundario solo debería certificar que la persona está en
condiciones de comenzar sus estudios terciarios o universitarios, pero ¿hay que
verlo de ese modo?).
3.
La evaluación como problema “moral” o ético:
A caballo entre la
evaluación y la acreditación se encuentra la calificación, en nuestro país
generalmente numérica, utilizando una escala decimal no proporcional (un cuatro
no necesariamente implica un 40% por ciento del examen bien resuelto). Pero su
operatividad (en definitiva, servir de manera casi automática como criterio de
acreditación) importa un poco menos que su función simbólica: elaborar
jerarquías.
En un artículo
anterior retomamos algunas de las tesis de Philippe Perrenoud para
problematizar el uso de la evaluación (y en particular, de la
calificación) como generador de una relación utilitarista con el aprendizaje
(se estudia para “obtener buenas notas”) en lugar de emplearla como un recurso
para regular los aprendizajes.
Ahora bien, hay algo más que suele jugársele a cada docente en la acción
de calificar y que está muy vinculado con su propia concepción de lo que es
justo. Pensar en un/a alumno/a que recibe una calificación que no merece es
algo que rebela, ya sea si se trata de un/a estudiante que no estudió y se
copió , ya sea (aunque en mucha menor medida, me aventuraría desconfiando un
poco de nuestros/as colegas) si estamos ante el caso de alguien que, pese a
haber estado trabajando de muy buen manera, en el momento de resolver el
examen, no lo hizo bien (“salió mal en la foto”, diría acudiendo a la misma
metáfora de siempre).
Pero vayamos al caso concreto de escolaridad a distancia en el que nos
encontramos: ¿cómo calificar a los grupos de estudiantes si no tenemos certeza
de que los trabajos son realizados efectivamente “sin ayuda”? (en países como
Estados Unidos, existen varias empresas que ofrecen sofisticados
servicios de control que parecen sacados de la más pesimistas novelas distópicas y prometen
resolver, tecnología mediante, esta cuestión). O yendo en otra dirección: ¿cómo
calificar a jóvenes pertenecientes a extensos sectores de la sociedad que no
cuentan con equipos, conectividad y/o apoyo familiar como para continuar con la
escolaridad, pese a los ingentes esfuerzos realizados por las escuelas, los/as
docentes, el Estado…
Evidentemente, el dilema es difícil de resolver (como suele pasar) y el
Ministerio de CABA hace muy bien en determinar que -reiteramos- “la valoración
de los procesos pedagógicos sin calificación de los/as estudiantes durante el
período que dure la suspensión de actividades educativas presenciales, se
complementará con instancias de evaluación al retomar la presencialidad, que
permitan ratificar, rectificar o completar la valoración realizada, y acreditar
en el momento oportuno el proceso de aprendizaje realizado”. Es decir, una vez
que retornemos a la presencialidad, podremos volver a dedicarnos a impartir
justicia -a calificar en función del delicado equilibrio entre desempeños y merecimientos-
como lo hacemos habitualmente.
Hacia una “nueva normalidad”
La Resolución del Ministerio de CABA -y también, según parece, lo que
determinará el Consejo Federal de Educación en las próximas horas, sincera algo muy
importante: la disociación que existe -para el sentido común de
autoridades educativas, familias, estudiantes y, lamentablemente, muchos/as
docentes- entre la calificación y la “valoración pedagógica”.
Con pandemia o sin pandemia, ningún/a trabajador/a de la educación
-sobre todo en los niveles de educación obligatorios- debería estar haciendo
otra cosa que no sea “valorar pedagógicamente” el trabajo de sus estudiantes.
Qué bueno que el Coronavirus -pese a las grandes calamidades que está
generando- permita poner el foco en la “valoración pedagógica” por sobre la
calificación (que debería ser un tipo de valoración, pero que no lo es por la
relación alienada que tenemos con ella).
Sin embargo, la misma Resolución le pone punto suspensivos a nuestro
optimismo, cuando abre el paraguas del retorno a la presencialidad y advierte
que solo en ese momento (porque “en la cancha se ven los pingos”) se ratificará,
rectificará o completará la valoración realizada. ¿Por qué no podemos
aprobar directamente a quienes hayan estado trabajando de buena manera durante
este particular cuatrimestre? ¿Por qué no podemos desaprobar a quienes nos
conste que no tuvieron ninguna intención de participar de las propuestas de
aprendizaje, aunque contaran con los medios necesarios para hacerlo?
La situación es tan compleja que “patear la pelota” para el momento en
que retornemos a la presencialidad consigue varios objetivos: permite resolver
(pero solo hasta cierto punto, porque las inequidades estaban antes de la
cuarentena y seguirán estando, incluso en mayor medida) las desigualdades
materiales de acceso y apoyo que referimos anteriormente; tranquiliza la
preocupación sobre posibles plagios en los trabajos a realizar de manera
virtual; y funciona como una concesión para quienes el “sentido común” antes
mencionado es en realidad un sentido hegemónico que pregona con firmeza que los
niveles primario (en menor medida) y secundario (sobre todo algunas
instituciones) deben seguir siendo un ámbito de consagración de la
meritocracia, reconocida especialmente a través de la calificación.
En rigor, la Resolución del Ministerio es lo suficientemente clara
e inespecífica (entre otras cosas, de eso se trata la política) como para
abarcar todas las situaciones y disposiciones de las muy diversas
instituciones de la Ciudad y avalar un siga, siga virtuoso que no
termine con miles de docentes y estudiantes arrojando sus computadoras y
teléfonos por la ventana clamando por el tiempo perdido. En definitiva, las
escuelas podrán seguir trabajando de la manera en que lo han venido haciendo,
luego de esos primeros días tan difíciles y traumáticos… y después veremos.
Creemos que con esta Resolución el Ministerio consigue lo mismo que toda
la sociedad con la cuarentena: ganar un poco más de tiempo. En nuestro caso, un
poco más de tiempo para seguir definiendo de forma urgente y concreta qué tipo
de escuela queremos. Nos hemos preocupado tanto por los medios (dispositivos,
recursos, plataformas, etc.) a través de los cuales continuar el vínculo
pedagógico que dejamos de lado los fines: ¿para qué queremos seguir en contacto
con nuestros/as estudiantes? ¿Qué queremos proponerles hacer? ¿Cómo vamos a
convencerlos/as de que frente a situaciones de tanta angustia e incertidumbre,
lo que tenemos para ofrecerles posee algún tipo de valor?
Parafraseando el cierre de un artículo
anterior, diremos que en esta situación excepcional, tenemos que poder
pensar más allá del problema de la evaluación, la acreditación de los
aprendizajes y la consagración de la meritocracia que se esconde detrás de cada
calificación. Nuestra respuesta frente a no poder hacer en este momento lo
mismo de siempre no puede ser hacer lo mismo de siempre más adelante.
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