Por
Mariano Duna
I
La
noticia impacta y conmueve; indigna y rebela.
Los medios actúan de forma tan responsable como esperable: hacen foco en la
cuestión del grooming y advierten a las familias sobre un riesgo que aumenta en
este tiempo de multiplicación del uso de las pantallas.
El
hecho se transforma rápidamente en caso y se van conociendo detalles de abusos
cometidos anteriormente. La Justicia parece actuar con celeridad y se pondera
el trabajo de la Fiscal.
Un
detalle -seguramente de los menos importantes- es el que nos convoca: Adrián
Rowek, el docente acusado, trabajó en el CNBA entre 2010 y 2014. Hay un
denominador común en los distintos testimonios publicados en los medios o a través de
redes sociales: el comportamiento inadecuado de esta
persona era algo conocido por parte de la comunidad del CNBA.
II
Queremos
ser cuidadosos y reflexivos, pero también claros y determinantes: abusos como
los que sufrieron las víctimas recientes de Rowek podrían haberse
evitado.
Evidentemente,
debe haber algún elemento en la cultura que hace que, al mismo tiempo que el
abuso infantil está visto como una acción aberrante y, en este sentido,
“monstruosa”, de todas maneras se torna algo en cierta forma “tolerable”. ¿Por
qué, si no, las instituciones lo silencian, sea ésta, por ejemplo, el Vaticano,
una escuela primaria privada de Palermo o una escuela secundaria dependiente de
la UBA?
Hay
una cuota importante de responsabilidad que atañe a las autoridades escolares
que tomaron conocimiento de algunos comentarios y los trataron como meros
“rumores” ya que, como suele pasar en estas situaciones, “no había denuncias”.
Nadie pretende que se vulnere la presunción de inocencia o que quienes
gestionan las escuelas se transformen súbitamente en detectives. Con el
cumplimiento del artículo 30 de la Ley 26061, Protección Integral de los
Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, ya se daría un gran paso: allí
se establece el “deber de comunicar” y se especifica que “los
miembros de los establecimientos educativos y de salud, públicos o privados y
todo agente o funcionario público que tuviere conocimiento de la vulneración de
derechos de las niñas, niños o adolescentes, deberá comunicar dicha
circunstancia ante la autoridad administrativa de protección de derechos en el
ámbito local, bajo apercibimiento de incurrir en responsabilidad por dicha
omisión”.
Por
momentos estamos tentados a relativizar la responsabilidad de las autoridades
de las instituciones por las que transitó Rowek. “Era otra época”, “no había
protocolos”, “hoy sería distinto” son algunas de las frases que nos vienen a la
cabeza, pero que finalmente desestimamos. Ojalá alguna de esas autoridades
pueda realizar una sincera autocrítica sobre por qué (no) actuaron de la manera
en que (no) lo hicieron. Podría tratarse de una acción significativa que
contribuya a resolver de una vez por todas la dicotomía de sentirnos cómplices
o inútiles ante estas situaciones.
III
Pero
también queremos reflexionar sobre nuestras propias limitaciones para
intervenir; me refiero a los/as docentes “de a pie”, quienes no tenemos
responsabilidades de gestión pero que, por las características propias de
nuestro rol, convivimos diariamente con los/as estudiantes y escuchamos y vemos
mucho de lo que dicen y mucho de lo que no pueden decir. Nosotros/as también, a
nuestro modo, toleramos los abusos, convivimos con ellos, bromeamos sobre
ellos, les otorgamos la visibilidad mínima necesaria como para convivir con
nuestras conciencias y continuar con nuestra tarea cotidiana porque, en
definitiva, somos “trabajadores/as” y tenemos que ganarnos el mango.
Es
evidente que muchos/as compañeros/as del CNBA hablaron con los medios y
compartieron sus experiencias y conocimientos de lo que se sabía o se
comentaba. Acaso sea una forma de tramitar la bronca y la impotencia de que
nadie haya hecho nada, de que nosotros/as mismos/as no hayamos hecho nada
porque no pudimos, no quisimos, no supimos. Las responsabilidades, obviamente,
son proporcionales a los cargos y a las funciones, pero este argumento -que
podría servir en una instancia judicial- no necesariamente resulta igual de
efectivo a la hora de enfrentar a nuestra conciencia y hacer una
autocrítica sobre lo que nosotros/as mismos/as (no) hicimos.
IV
¿Es
posible salir de la lógica judicial para pensar las relaciones escolares? La
pregunta parece inapropiada cuando se plantea a partir de una acción criminal
que seguramente reciba la máxima pena posible. En este interrogante, sin
embargo, hay un llamado de atención y tal vez una propuesta.
Nuestra
conducta organizada a partir de una lógica judicial oscila entre dos extremos:
o no hacemos nada porque “no hay denuncias”, o se denuncia y se espera que
actúe la Justicia. En los dos casos la institución escolar renuncia a su
responsabilidad de intervenir y la delega en otra esfera.
Ahora
bien, ¿en qué consiste la responsabilidad escolar? ¿Qué podría hacer la escuela
frente a casos como el de Rowek, que no sea informarlo a las autoridades
correspondientes? Pero no es necesario llegar a un caso tan extremo: ¿qué
hace la escuela ante los casos de violencia física y/o simbólica que siguen
formando parte de una supuesta matriz identitaria de una institución como el
CNBA? “Denunciarlos”, “escracharlos”, “sumariarlos” son algunas de las opciones
que nos vienen a la cabeza, pero que deberíamos desestimar.
Hemos
naturalizado la judicialización de nuestras relaciones escolares y no
concebimos la escuela como un espacio donde la palabra circule y medie. Nos
resulta prácticamente imposible plantear un conflicto vincular por fuera de la
forma de la queja o de la denuncia; no estamos habituados al trabajo colectivo
y sincero, a la búsqueda de acuerdos y a la construcción de marcos de
convivencia que no caigan en meros reglamentos o protocolos. Allí donde surge
un problema que haga suficiente ruido, se acude simplemente a la sanción o al
ocultamiento.
V
En
los últimos tiempos, el CNBA se vio conmovido (¿realmente lo hizo?) por el discurso de Mujeres y
Disidencias,
la denuncia de una ex alumna sobre abusos cometidos por quien
participaba habitualmente de los viajes de estudios a Tilcara y el repudio a la designación en
el Rectorado de la UBA
de un profesor sancionado por amenazar a un alumno que lo había señalado por
seguir cuentas de Twitter de contenido pornográfico.
El
caso Rowek debería hacer explotar los cimientos de esta supuesta “nueva
normalidad” a la que el CNBA parece acostumbrarse con casos como los
mencionados (y por otros que podrían señalarse).
La
exposición repentina, salvaje y fugaz en los medios y en las redes sociales no
hace más que evidenciar la imposibilidad de trabajar en el CNBA desde una
lógica que sea preponderantemente pedagógica, que confíe en la palabra como
herramienta principal para la construcción y el intercambio y procure dejar de
lado el sometimiento como principio de vinculación interpersonal. Esa lógica
pedagógica sería, asimismo, un principio de encuentro y de prevención, que
permita cuidar a cada estudiante y velar por sus derechos pero también acompañar
a cada docente, a cada nodocente y a las familias que integran la comunidad
educativa. Es imprescindible que podamos hacer circular la palabra, pero no
para evitar conflictos -inherentes a nuestra condición de seres humanos- sino
simplemente para poder aprender de ellos. De eso se trata, en definitiva, la
función de una escuela.
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