Por Mariano Duna
¿Soplar y hacer botellas?
La suspensión de
clases presenciales a causa de las medidas adoptadas para la contención
del COVID-19 instaló rápidamente en la
agenda pública (y, con mayor urgencia, en el interior de los hogares) la
educación a distancia; o, mejor dicho, una versión muy simplificada de la
educación a distancia, que considera que la transposición de una propuesta de
enseñanza presencial a una virtual depende simplemente de “transmitir” mecánicamente la teoría (a través de textos
digitales, videos, audios e incluso guías impresas) y ponerla en práctica mediante diferentes
actividades.
Precisamente, uno
de los primeros inconvenientes que surgieron en este contexto consistió en la
cantidad de “tareas” que un número considerable de docentes asignó a sus estudiantes, como si
un horror vacui ante la pretendida
mayor disponibilidad de tiempo hubiera angustiado a quienes están al frente de
los cursos.
La “traducción”
de lo presencial a lo virtual es muy
compleja desde el punto de vista pedagógico pues se tratan de modalidades
distintas e independientes; de ninguna manera es una cuestión de “soplar y
hacer botellas”. Ahora bien, no deja de sorprender la rapidez con la que
muchos/as docentes comenzaron a dar una cantidad de tarea que jamás dieron -ni
darían- de forma presencial.
Cabría entonces
reflexionar sobre qué sentido le dan esos/as docentes a aquello que hacen en la
escuela con sus estudiantes. ¿Se trata de ocupar el tiempo con actividades? ¿Se
trata de ocupar el tiempo ocupando -precisamente- un lugar, aunque no se haga
mucho? ¿Se trata de conseguir los aprendizajes haciendo obstinadamente las
tareas, como si los/as estudiantes fueran una suerte de Sísifo con guardapolvo?
La pregunta por
el sentido de nuestra tarea docente no es una mera cuestión especulativa y bajo
ningún punto de vista debería ser algo en lo que no podamos pensar porque
estamos atiborrados de ejercicios para corregir. Esta situación de emergencia
nos exige poder definir qué es lo más importante de aquello que enseñamos (un
contenido, un concepto, una habilidad, una forma de ver el mundo), para poder
rescatar ese elemento e ingeniarnosla para que nuestros/as estudiantes puedan
acercarse a ello, incluso encerrados/as en sus casas (si es que tienen la
suerte de vivir en una, pero ése es otro tema).
Nuestra impresión
es que si tantos/as docentes se largaron con desesperación a dejar un montón de
tarea es o bien porque no tienen en claro qué es lo más importante de aquello
que enseñan año a año, o bien porque no tienen ninguna intención de
preguntárselo.
Un panóptico invertido
La inesperada
“intromisión” de la escuela en las casas hace que lo que los/as docentes
hacemos (o no hacemos) tenga una inusitada visibilidad. Esta situación acaso
genere preocupación en muchos/as profesores/as, sobre todo del nivel medio,
generalmente acostumbrados/as a trabajar con mucha independendencia (o, en
algunos casos, directamente con “impunidad”).
Habrá familias
que se encontrarán con estrategias de enseñanza y propuestas de aprendizaje
valiosas, originales, conmovedoras, y
otras que deberán lidiar con la monotonía y el sinsentido percibidos
diariamente por sus hijos/as adolescentes. En cualquier caso, y más allá de
comprender el carácter excepcional de la situación, muchas familias podrán
constatar con mayor claridad cuáles son los contenidos y habilidades que la
escuela prioriza, y podrá reforzarlos o cuestionarlos con más y mejores
argumentos.
Los/as docentes
suelen sentir mucha comodidad dentro del
aula, con la puerta cerrada; el Coronavirus hace que, ante la ausencia de los
cuerpos, paradójicamente se torne mucho más presente el trabajo (o por lo menos
una dimensión del trabajo) de los docentes, y es de esperar que cuando se
produzca el retorno a las escuelas haya modificaciones en las relaciones entre
profesores/as y familias. Según el caso,
podrá prevalecer la comprensión, la admiración, el respeto… o todo lo
contrario.
La tecnología en la escuela
El ser humano es
un “ser tecnológico” que aplica de forma práctica su conocimiento y desarrolla
tecnologías al punto tal que muchas de ellas se naturalizan y se invisibilizan.
El lenguaje y la escritura, por caso, son tecnologías que definen a nuestra especie
desde mucho antes que la llamada revolución digital.
La escuela, por
su parte, es una “tecnología organizativa” que funcionó muy bien durante mucho
tiempo, replicando el modelo del sistema productivo de las fábricas. Sin
embargo, los cambios sociales ocurridos desde la segunda mitad del siglo XX
llevaron a un cuestionamiento de su legitimidad y funcionamiento.
Ya es un lugar
común suponer que la educación mejorará con la incorporación de tecnología. Sin
embargo, no debemos perder de vista que, por más que la escuela incorpore
tecnología, finalmente se quedará con aquello que le “sirva”.
En su libro
electrónico Viajes al futuro de la
educación Axel Rivas se pregunta:
¿Por qué triunfaron el pizarrón, el cuaderno de
clases, el libro de texto? ¿Solo porque alguien los inventó o los supo vender
bien al político de turno? No, en cada caso, estas tecnologías se alinearon con
ciertas necesidades profundas del sistema educativo: el método expositivo como
núcleo de la enseñanza en el aula (el pizarrón); la realización de ejercicios
que requería hacer visible y evaluable el trabajo continuo de los alumnos (el
cuaderno); la necesidad de masificar los contenidos curriculares a través de la
implementación de formatos comprensibles y de uso diario (el libro de texto).
Seguramente,
la necesidad de “enseñar a distancia” hará que se incorporen (o que sigamos
incorporando) una serie de herramientas y plataformas digitales que nos permitan
continuar en contacto con nuestros/as estudiantes durante el tiempo en el que
las escuelas estén cerradas. ¿Qué va a pasar con esas herramientas y
plataformas una vez que retornemos a las aulas? ¿Abrazaremos su uso con
entusiasmo, luego de haber experimentado lo que fuimos capaces de hacer con
ellas, o las desecharemos con desprecio, alejando el recuerdo de un período de
excepción?
Para evitar caer tanto en una “fascinación superficial” o
“utópica” como en una negación reaccionaria y “tecnofóbica” respecto de esos
elementos, conviene tener en cuenta que la Tecnología Educativa, en tanto campo
disciplinar, “debe aportar análisis e investigaciones que contribuyan a mejorar
el trabajo de docentes y estudiantes con argumentos y estrategias que permitan
utilizar las nuevas tecnologías de manera eficaz y, en la medida de lo posible,
les aporten bases para innovar en su trabajo” (de Pablos Pons 2009).
Sin embargo, lo
cierto es que a la tecnología en la escuela se la consideró principalmente más
como un conjunto de recursos y herramientas que como una posibilidad de pensar
la educación desde una nueva perspectiva.
Nuestra mayor
expectativa frente a esta situación tan compleja es que podamos pensar de
manera sincera y comprometida en formas de mejorar y potenciar la enseñanza y
los aprendizajes. Es en este sentido que la tecnología -más allá de ofrecer
maneras eficaces de comunicación a distancia- puede resultarnos inesperadamente
útil.
Jóvenes, tecnología y pedagogía
La
Tecnología Educativa coloca su eje en el conocimiento –en su producción y en su
circulación-, y no en la tecnología por sí misma.
Juan Manuel
Escudero Muñoz (2009) remarca que
las nuevas
tecnologías no generan por sí mismas una verdadera renovación pedagógica. O,
dicho de otro modo, para que una determinada tecnología, medio o herramienta,
llegue a representar una contribución sustantiva a la mejora de la enseñanza y
de la formación, lo que es imprescindible es que los docentes que las utilicen
cuenten con modelos pedagógicos bien armados y justificados para ello.
Por ejemplo, el
rol de la tecnología en la educación no será el mismo si se la piensa desde un
modelo constructivista o desde uno conductista. Así, el/la docente que haga
“buen uso” de la tecnología no será solamente el/la que sepa utilizarla y lo
haga bien, sino el/la que lo haga con plena conciencia del sentido y la
“incumbencia cultural” que tiene su uso en la enseñanza.
Edith Litwin
(2009), referente argentina en la materia, aclara que “no se trata de
transformar la escuela en un espectáculo de entretenimiento sino de lograr que
niños, niñas y jóvenes encuentren en ella un lugar de desafíos cognitivos, de
experiencias formativas y de construcción de la ciudadanía en el marco de una
enseñanza moral”.
Desde la
perspectiva de Litwin, la referencia a la “enseñanza moral” cumple la función de reforzar la figura y el rol de los/as profesores/as. La autora saluda el “nuevo rol docente que, en
tanto profesional estudioso de la cultura juvenil, sabe de qué se tratan los
múltiples estímulos que les llegan diariamente en todos los espacios y tiende
un puente para dotarlos de significado, reorientar sus propósitos y apropiarse
de ellos”.
Ahora bien, un
lugar común al respecto consiste en suponer que los/as jóvenes por ser jóvenes
saben y gustan de usar la tecnología. Hay que decirlo clara y rápidamente: la
distinción entre “nativos” y “migrantes” digitales no tiene sentido, sobre todo
cuando pensamos en el uso de la tecnología encuadrado en una institución o una
actividad puntuales como pueden ser la escuela y las actividades que en esta se
proponen. Con esto queremos decir que es falso que los/as chicos/as que son
“malos/as alumnos/as” y reniegan de la escuela, se ven de repente fácilmente
seducidos/as por ella porque podrán usar la notebook o el celular (en todo caso, en
muchos hogares se podrá constatar o refutar esta afirmación…).
Sí es cierto que
los/as jóvenes socializan de otro modo (como también lo hacemos los adultos; la
diferencia reside en que, por una simple cuestión de cantidad de años en este
mundo, ellos/as no tuvieron antes otras
formas de vinculación), y que eso tiene consecuencias en la escuela.
José Cabrera Paz (2001) lo
explica del siguiente modo:
La cultura
escolar, sus códigos y representaciones, no ocupan el lugar más importante en
el espacio simbólico en el que se mueven los jóvenes. La socialización en los
medios de comunicación y los grupos de
pares han incrementado su poder como marco de referencia y con ellos la
escuela, con frecuencia, no guarda relaciones de sintonía. Los ‘jóvenes’, desde
las diversas manifestaciones sociales y culturales desde las que se ejerce esta
categoría tan heterogénea, han empezado a llevar su capital simbólico a la
escuela y ésta no se encuentra, a menudo, preparada para ello. Los muchachos
quieren comportarse como jóvenes en la escuela, pero ella no parece tener más
espacio que para los ‘estudiantes’.
Salomón, Perkins y Globerson (1992) señalan
que “sólo se producen efectos mentales profundos provocados por la tecnología
inteligente cuando al mismo tiempo se producen cambios notables en la cultura”.
Si bien es innegable que esos cambios están ocurriendo desde hace años, las instituciones
escolares tienden a no experimentar o realizar modificaciones con facilidad.
¿Cambiará la escuela luego de este uso
“obligado” de herramientas tecnológicas? Si la respuesta es afirmativa, cabría
preguntarse hasta qué punto lo hará, y si lo hará priorizando criterios
pedagógicos o haciendo valer modas impuestas por el mercado.
La orquesta del
Titanic
La situación
social del país ya era compleja desde mucho antes del Coronavirus, y
seguramente la desigualdad se acentúe tras este proceso. Lamentablemente,
tememos que las escuelas -que tradicionalmente habían servido para el ascenso y
la igualación- reforzarán esa desigualdad. Hay escuelas (públicas y privadas)
que están ensayando estrategias para poder seguir trabajando, ya sea porque
tienen recursos, porque las familias colaboran o porque tienen suerte. Hay
escuelas (públicas y privadas) que no están pudiendo hacer mucho porque tienen
otras urgencias (dar de comer, por ejemplo), porque tienen docentes en
situaciones desesperantes, porque las familias están ausentes... Y hay escuelas
(públicas y privadas) que no hacen nada, porque no quieren, porque no pueden,
porque no saben, o por cualquier otro motivo.
Enfrentados/as
ante una enorme complejidad e incertidumbre, incapaces de saber si sus estudiantes
tendrán las mismas posibilidades de acceder a los contenidos y de ser acompañados por un familiar para la realización de actividades a distancia, y sabiendo que la actual coyuntura
obliga a un radical cambio en sus condiciones de trabajo, algunos/as docentes
se comprometen y otros se resignan. Y muchos/as más hacen una mezcla de las dos
cosas: pese a la angustia, dan lo mejor de sí, pero con la fuerte sospecha de
que, en definitiva, en este período “intentaremos enseñar”, pero en realidad no
lo estaremos haciendo; o, en todo caso, estaremos haciendo un gran “como si”.
Nos gustaría
resignificar ese “como si”. ¿Qué sentido tiene intentar sostener el rol de la
escuela como institución de socialización y transmisión de la cultura, si todo
el mundo está en cuarentena, las personas no pueden salir a trabajar, los/a
adultos/as mayores deben resguardarse, si imperan la angustia y la
desesperanza? Precisamente por todo eso las escuelas deben continuar
funcionando. Deben reinventarse para seguir existiendo, para seguir ofreciendo a
las familias un vector de organización; para seguir ofreciendo a sus
estudiantes una posibilidad de encuentro con el conocimiento, con el arte, con
el disfrute, con la frustración, con la risa y con el llanto.
Hay algo necio en
el gesto de seguir trabajando cuando todo se desmorona, como si estuviéramos en
la orquesta del Titanic. Pero hay también otra cosa, algo que no necesariamente
tiene que ver con la épica romántica de la vocación o con las falacias que apelan exageradamente a las
emociones. Hay una ética que reúne
convicción y responsabilidad, y que es la misma que compromete a los/as
profesionales de la salud.
Somos personas a
cargo de tareas esenciales: somos profesionales de la educación y tenemos que
estar a la altura de las circunstancias. Tenemos que ser capaces de sumar
inteligencia e imaginación y poder pensar en alternativas para permitir que
los/as jóvenes sigan de alguna manera en contacto con aquellas cosas que
consideramos fundamentales de nuestras materias, de nuestras disciplinas, de nuestras
visiones de mundo (que no nos pertenecen sino que heredamos y debemos ofrecer a
quienes dejaremos en nuestro lugar). Tenemos que dejar de estar tan alienados
que no podamos ni siquiera reflexionar sobre qué es lo más importante de
aquello que enseñamos.
En esta situación excepcional, tenemos que poder
pensar más allá del problema de la evaluación, la acreditación de los
aprendizajes y la consagración de la meritocracia que se esconde detrás de cada
calificación. Nuestra respuesta frente a no poder hacer lo mismo de siempre no
puede ser no hacer nada.
Bibliografía
Buckingham, David (2008). Más allá de la tecnología. Aprendizaje
infantil en la era de la cultura digital. Buenos Aires: Manantial.
Cabrera Paz, José (2001). “Náufragos y navegantes en territorios
hipermediales: experiencias psicosociales y prácticas culturales en la
apropiación de Internet en jóvenes escolares”. En Bonilla, Marcelo y Cliche,
Gilles (editores), Internet y sociedad en
América Latina y el Caribe, investigaciones para sustentar el diálogo.
Quito: FLACSO, 2001.
de Pablos Pons, Juan (2009). “Introducción general”. En de Pablos
Pons, Juan (coordinador), Tecnología
educativa. La formación del profesorado en la era de Internet, Málaga:
Aljibe.
Escudero Muñoz, Juan Manuel (2009). “Las nuevas tecnologías y la
formación del profesorado”. En de Pablos Pons, Juan (coordinador), Tecnología educativa. La formación del
profesorado en la era de Internet, Málaga: Aljibe.
Litwin, Edith (2009). “Ficciones, realidades y esperanzas para la
escuela del presente”. En de Pablos Pons (coordinador), Tecnología educativa. La formación del profesorado en la era de
Internet, Málaga: Aljibe.
Salomon, Gabriel, Perkins, David y Globerson, Tomas (1992). “Coparticipando
en el conocimiento: la ampliación de la inteligencia humana con las tecnologías
inteligentes”, en Revista Comunicación,
lenguaje y educación. Nº 13, Madrid.