El problema de la atención (Red Editorial, 2021), de Marcela Martínez, presenta
un abordaje sociológico antes que psicopedagógico, por lo que el libro no
transita por ninguno de los lugares comunes tan frecuentados últimamente por la
perspectiva omnímoda de las llamadas neurociencias.
Allí reside, justamente, uno de
los principales atractivos de El problema
de la atención: la autora hace uso de una mirada crítica y propositiva
propia de las ciencias sociales y nos ofrece una reflexión acerca de la escuela
-más específicamente, del nivel secundario- en el contexto actual; este marco
no es solo el de la ¿pos?pandemia sino, fundamentalmente, el correspondiente a
la fase actual del modelo de producción imperante. En este sentido, Martínez
desarrolla una primera hipótesis clara y contundente: “la dificultad de atender
de las y los jóvenes en el aula es un efecto del neoliberalismo financiero y el
extractivismo de los recursos naturales, dos principios que rigen al
capitalismo actual”.
Hay dos razones relevantes que
explican la importancia de establecer esta relación, que a oídos desprevenidos
podría sonar algo temeraria. Por un
lado, el hecho de que “las personas que habitan las instituciones interactúan
en un sistema social de producción, intercambio y valoración” cuyas prácticas
“moldean modos de vida que se expresan en maneras de pensar y de actuar”; esos
modos de vida están presentes inevitablemente en las escuelas y contribuyen
significativamente en la creación de “un presente intenso en el que resulta tan
difícil proyectar a futuro como prestar atención en clase”.
Por el otro, la constatación
-evidente para quien realiza un análisis desde las ciencias sociales, pero
bastante más opaca para las perspectivas que pretenden deshistorizar todo- de que “somos contemporáneos del cambio de
época que presenta diferencias estructurales respecto de la matriz productiva,
de corte industrial, que encuadrara al modelo escolar disciplinario”.
Si,
como vemos, “la escuela ya no es la que era porque el mundo ya no es el que
era”, la autora ofrece entonces una serie de claves para pensar no ya “la
escuela” sino “las escuelas”, dada la necesidad de “inscribir recorridos
singulares y diversos” que permitan desplegar de forma situada el potencial de
cada institución y de las personas que la habitan con un objetivo común:
traducir “el derecho universal a estudiar en propuestas didácticas
específicas”.
Del sentido común al sentido de lo común
Una
primera conceptualización desarrollada por la autora consiste en la
consideración de la escuela como edificio -delimitación propia de la
modernidad, bien clara desde lo arquitectónico- o como territorio (perspectiva
que la virtualidad actualizó de manera urgente): “el territorio no es una locación, es una
trama relacional. No se sabe cuál es el territorio de una escuela. El
territorio de una escuela se define por las relaciones que su comunidad es
capaz de desplegar”.
Precisamente,
es el trabajo de la escuela en torno al sentido de comunidad lo que define su
razón de ser, ya que, como señala la autora, “la escuela transmite a la vez que
crea lo común”.
La
indagación en la naturaleza de lo común conduce a Martínez a desarrollar una
segunda y muy importante conceptualización. Por un lado, “lo común concebido
como un universal trascendente” que “ya viene hecho y la escuela sólo debe
administrarlo”; por el otro, “lo común como una singularidad inmanente”, que
“se construye porque es efecto de condiciones situacionales”.
Estas
categorías se corresponden con dos concepciones acerca de la escuela. La
primera de ellas, la escuela “trascendente” -en crisis actualmente-, “tiene el sentido de su hacer por fuera de sí
misma, en lo que trasciende” e implica “una perspectiva moral en donde las
cosas siempre tienen un valor de acuerdo al mundo de sentido heredado”. Se
trata de una escuela basada en la reproducción de una tradición, en “enseñar lo
sabido, más que lo que necesitamos aprender”.
La
segunda, la escuela “inmanente”, pone el foco en el contexto y en el devenir
histórico y procura pensar la escuela a partir de la “decodificación
situacional” y el hacer cotidiano: “la inmanencia es ese punto en el que
podemos conocer las cosas, no por su razón actual, sino por todas las relaciones
de las que son capaces”. La escuela pensada desde la inmanencia implica,
entonces, una reflexión sobre un sentido propio que, sin embargo, es
“inexorablemente social y encuadrado normativamente”.
Este par se vincula, además, con una
diferencia importante entre moral y ética, consideradas habitualmente como
sinónimos: “la moral nos ofrece y a veces entrega un mundo ordenado, pensado en
términos del bien y del mal, válidos para ser aplicables en situaciones muy
disímiles. La ética, por su parte, piensa modos de existencia emplazados,
situados. El plano ético no es universal sino situacional”.
El foco en la atención
Si,
como señala Martínez, el ideal de los “contenidos universales” -afín a la
escuela trascendente- no tiene “buena prensa”, y a su vez, los lazos sociales
-foco de la escuela inmanente- “están difíciles de consolidar”, ¿qué podemos
hacer? La autora es concreta en este punto: “la escuela es más escuela cuanto
puede leer las condiciones situacionales en las que está inserta y ofrece
propuestas que despierten el interés en lo común”.
Algunas
claves para conseguir esto son
proponer el aula como un “espacio de desaceleración para interrogar el vértigo
como velocidad naturalizada” y desarrollar
“la conexión interpersonal, la escucha y el cuidado mutuos como condición de posibilidad para la
conquista de vínculos atentos”.
La
atención, entonces, no es un fenómeno psíquico individual, ni una mercancía que
circula prestándose, sino un atributo social: “la destrucción de la atención es
la destrucción del aparato psíquico y social que construyen un sistema de
cuidado”.
El
paso del paradigma de la selectividad -la escuela secundaria como preparación
para la universidad o el trabajo, por ejemplo- al de la obligatoriedad -la
escuela secundaria como un derecho-, vuelve ineludible la indagación por el
sentido que pasa a tener un nivel que se ha vuelto más inclusivo y democrático,
pero que “ya no brinda las mismas garantías de promoción social”.
La
clave para salir de este atolladero se encuentra, una vez más, en el aspecto
social, en las formas que podamos
construir para habitar colectivamente las escuelas:
¿Será necesario detener el ritmo
que caracteriza a las ciudades contemporáneas, y que dificulta el encuentro
entre las personas en la escuela, para promover cierta pausa que disponga a “un
estar ahí verdadero”? ¿Qué estrategias pueden darse las y los docentes y
directivos para generar esta condición de disponibilidad subjetiva? La
disposición a atender de los estudiantes no se da automáticamente, es necesario
construir las condiciones de posibilidad para el trabajo de enseñar. Las y los
educadores trabajan para poder trabajar. Eso cansa, claro. A la vez que la
tarea de construir las condiciones para poder trabajar resulta indispensable.
El
énfasis en lo común debe conjugarse con una forma de trabajo docente que
definitivamente deje de ser individual; en esta dirección se ubican algunas de
las líneas de acción que propone la autora, como por ejemplo el armado de
“parejas pedagógicas u otras modalidades de trabajo asociado entre colegas”, o
el diseño de “proyectos pedagógicos, con abordajes didácticos y criterios de
evaluación capaces de sostener trayectorias escolares” lábiles.
La
propuesta de “revisar los criterios utilizados para elegir a los tutores en
cada división”, fundamentada en que “la afinidad entre el docente y el grupo
resulta decisiva para el aprovechamiento de la función del tutor”, resulta, sin
embargo, a nuestro entender, potencialmente contraproducente, ya que un
mecanismo con esas características podría conducir a fomentar la competencia y
el personalismo en lugar de promover la función tutorial propia de cada
docente.
Se
trata, sin embargo, de un reparo menor ante un texto que desafía, moviliza y
nos ayuda a recuperar nuestras posibilidades de ser y hacer en la escuela,
lugar privilegiado de construcción colectiva que puede ofrecerse como
testimonio de que “lo común nos rescata de un individualismo egoísta y sin
destino”.