5 de octubre de 2022

El lugar de lo común. Reseña de "El problema de la atención", de Marcela Martínez

 


El problema de la atención (Red Editorial, 2021), de Marcela Martínez, presenta un abordaje sociológico antes que psicopedagógico, por lo que el libro no transita por ninguno de los lugares comunes tan frecuentados últimamente por la perspectiva omnímoda de las llamadas neurociencias.

Allí reside, justamente, uno de los principales atractivos de El problema de la atención: la autora hace uso de una mirada crítica y propositiva propia de las ciencias sociales y nos ofrece una reflexión acerca de la escuela -más específicamente, del nivel secundario- en el contexto actual; este marco no es solo el de la ¿pos?pandemia sino, fundamentalmente, el correspondiente a la fase actual del modelo de producción imperante. En este sentido, Martínez desarrolla una primera hipótesis clara y contundente: “la dificultad de atender de las y los jóvenes en el aula es un efecto del neoliberalismo financiero y el extractivismo de los recursos naturales, dos principios que rigen al capitalismo actual”.   

Hay dos razones relevantes que explican la importancia de establecer esta relación, que a oídos desprevenidos podría sonar algo temeraria.  Por un lado, el hecho de que “las personas que habitan las instituciones interactúan en un sistema social de producción, intercambio y valoración” cuyas prácticas “moldean modos de vida que se expresan en maneras de pensar y de actuar”; esos modos de vida están presentes inevitablemente en las escuelas y contribuyen significativamente en la creación de “un presente intenso en el que resulta tan difícil proyectar a futuro como prestar atención en clase”.

Por el otro, la constatación -evidente para quien realiza un análisis desde las ciencias sociales, pero bastante más opaca para las perspectivas que pretenden deshistorizar todo-  de que “somos contemporáneos del cambio de época que presenta diferencias estructurales respecto de la matriz productiva, de corte industrial, que encuadrara al modelo escolar disciplinario”.

Si, como vemos, “la escuela ya no es la que era porque el mundo ya no es el que era”, la autora ofrece entonces una serie de claves para pensar no ya “la escuela” sino “las escuelas”, dada la necesidad de “inscribir recorridos singulares y diversos” que permitan desplegar de forma situada el potencial de cada institución y de las personas que la habitan con un objetivo común: traducir “el derecho universal a estudiar en propuestas didácticas específicas”.

 

Del sentido común al sentido de lo común

 

Una primera conceptualización desarrollada por la autora consiste en la consideración de la escuela como edificio -delimitación propia de la modernidad, bien clara desde lo arquitectónico- o como territorio (perspectiva que la virtualidad actualizó de manera urgente):  “el territorio no es una locación, es una trama relacional. No se sabe cuál es el territorio de una escuela. El territorio de una escuela se define por las relaciones que su comunidad es capaz de desplegar”.

Precisamente, es el trabajo de la escuela en torno al sentido de comunidad lo que define su razón de ser, ya que, como señala la autora, “la escuela transmite a la vez que crea lo común”.

La indagación en la naturaleza de lo común conduce a Martínez a desarrollar una segunda y muy importante conceptualización. Por un lado, “lo común concebido como un universal trascendente” que “ya viene hecho y la escuela sólo debe administrarlo”; por el otro, “lo común como una singularidad inmanente”, que “se construye porque es efecto de condiciones situacionales”.

Estas categorías se corresponden con dos concepciones acerca de la escuela. La primera de ellas, la escuela “trascendente” -en crisis actualmente-,  “tiene el sentido de su hacer por fuera de sí misma, en lo que trasciende” e implica “una perspectiva moral en donde las cosas siempre tienen un valor de acuerdo al mundo de sentido heredado”. Se trata de una escuela basada en la reproducción de una tradición, en “enseñar lo sabido, más que lo que necesitamos aprender”.

La segunda, la escuela “inmanente”, pone el foco en el contexto y en el devenir histórico y procura pensar la escuela a partir de la “decodificación situacional” y el hacer cotidiano: “la inmanencia es ese punto en el que podemos conocer las cosas, no por su razón actual, sino por todas las relaciones de las que son capaces”. La escuela pensada desde la inmanencia implica, entonces, una reflexión sobre un sentido propio que, sin embargo, es “inexorablemente social y encuadrado normativamente”.

            Este par se vincula, además, con una diferencia importante entre moral y ética, consideradas habitualmente como sinónimos: “la moral nos ofrece y a veces entrega un mundo ordenado, pensado en términos del bien y del mal, válidos para ser aplicables en situaciones muy disímiles. La ética, por su parte, piensa modos de existencia emplazados, situados. El plano ético no es universal sino situacional”.

 

El foco en la atención

 

Si, como señala Martínez, el ideal de los “contenidos universales” -afín a la escuela trascendente- no tiene “buena prensa”, y a su vez, los lazos sociales -foco de la escuela inmanente- “están difíciles de consolidar”, ¿qué podemos hacer? La autora es concreta en este punto: “la escuela es más escuela cuanto puede leer las condiciones situacionales en las que está inserta y ofrece propuestas que despierten el interés en lo común”.

Algunas claves para conseguir esto son proponer el aula como un “espacio de desaceleración para interrogar el vértigo como velocidad naturalizada” y desarrollar  “la conexión interpersonal, la escucha y el cuidado mutuos  como condición de posibilidad para la conquista de vínculos atentos”.

La atención, entonces, no es un fenómeno psíquico individual, ni una mercancía que circula prestándose, sino un atributo social: “la destrucción de la atención es la destrucción del aparato psíquico y social que construyen un sistema de cuidado”.

El paso del paradigma de la selectividad -la escuela secundaria como preparación para la universidad o el trabajo, por ejemplo- al de la obligatoriedad -la escuela secundaria como un derecho-, vuelve ineludible la indagación por el sentido que pasa a tener un nivel que se ha vuelto más inclusivo y democrático, pero que “ya no brinda las mismas garantías de promoción social”.

La clave para salir de este atolladero se encuentra, una vez más, en el aspecto social, en las formas que  podamos construir para habitar colectivamente las escuelas:

 

¿Será necesario detener el ritmo que caracteriza a las ciudades contemporáneas, y que dificulta el encuentro entre las personas en la escuela, para promover cierta pausa que disponga a “un estar ahí verdadero”? ¿Qué estrategias pueden darse las y los docentes y directivos para generar esta condición de disponibilidad subjetiva? La disposición a atender de los estudiantes no se da automáticamente, es necesario construir las condiciones de posibilidad para el trabajo de enseñar. Las y los educadores trabajan para poder trabajar. Eso cansa, claro. A la vez que la tarea de construir las condiciones para poder trabajar resulta indispensable.

  

El énfasis en lo común debe conjugarse con una forma de trabajo docente que definitivamente deje de ser individual; en esta dirección se ubican algunas de las líneas de acción que propone la autora, como por ejemplo el armado de “parejas pedagógicas u otras modalidades de trabajo asociado entre colegas”, o el diseño de “proyectos pedagógicos, con abordajes didácticos y criterios de evaluación capaces de sostener trayectorias escolares” lábiles.

La propuesta de “revisar los criterios utilizados para elegir a los tutores en cada división”, fundamentada en que “la afinidad entre el docente y el grupo resulta decisiva para el aprovechamiento de la función del tutor”, resulta, sin embargo, a nuestro entender, potencialmente contraproducente, ya que un mecanismo con esas características podría conducir a fomentar la competencia y el personalismo en lugar de promover la función tutorial propia de cada docente.

Se trata, sin embargo, de un reparo menor ante un texto que desafía, moviliza y nos ayuda a recuperar nuestras posibilidades de ser y hacer en la escuela, lugar privilegiado de construcción colectiva que puede ofrecerse como testimonio de que “lo común nos rescata de un individualismo egoísta y sin destino”.