Por Mariano Duna
Todo protocolo –en tanto “secuencia detallada de un
proceso de actuación”- responde a la necesidad de favorecer el funcionamiento
eficaz de un dispositivo institucional. Generalmente, las situaciones protocolizables son
aquellas que se vinculan a la salud o la integridad de los sujetos, por lo que
su observancia requiere una atención particular.
Elaborar protocolos en una institución educativa en la
que habitan diariamente cientos de personas nos enfrenta al doble desafío de
asegurar el cumplimiento de los derechos y obligaciones que atañen a todos los
sujetos en función de su rol y, al mismo tiempo, permitir intervenciones
situadas que se diagramen atendiendo a la especificidad de cada situación. Este
principio, en realidad, debería orientar la elaboración de todo documento
–resolución, reglamento, protocolo, etcétera- que se proponga construir marcos
para la convivencia escolar.
Ahora bien, en la actualidad existen una serie de
documentos a los que -confiando en el carácter performativo de los protocolos-
la comunidad educativa del CNBA está acudiendo para procurar atender la urgente
cuestión de la violencia de género.
En primer lugar, el “Protocolo
de acción institucional para la prevención e intervención ante situaciones de
violencia o discriminación de género u orientación sexual”
[Protocolo UBA], aprobado por Resolución del Consejo Superior Nº 4043/2015.
Esta normativa, de gran importancia para la comunidad universitaria, no
contempla, sin embargo, los derechos específicos que asisten a los y las
estudiantes menores de edad de los establecimientos de enseñanza secundaria
(por caso, el mencionado Protocolo no hace referencia a la Ley
de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes Nº
26061).
El 8 de junio de 2017 fue presentado un Proyecto de
Resolución ante el Consejo de Escuela Resolutivo que declaraba la vigencia del
Protocolo UBA en el CNBA, a la vez que señalaba que “las situaciones
determinadas en el Artículo 3° del Protocolo que involucren a alumnos menores
de edad deberán ser abordadas teniendo en cuenta la legislación específica
vigente”, en clara alusión a normativas como la 26061, ausente –como
mencionamos- del Protocolo UBA. El 13 de diciembre, el Consejo Superior en
cierta forma reconoció esta omisión al promulgar, mediante la Resolución Nº
8548/2017, los “Lineamientos
para los Establecimientos de Enseñanza Secundaria de la Universidad de Buenos
Aires ante situaciones de violencia o discriminación de género u orientación
sexual” [Lineamientos UBA]. Si bien en los considerandos de esta
normativa se reconoce que se requiere un procedimiento especial cuando las
víctimas de hechos descriptos en el Protocolo UBA sean menores de edad,
continúan evitándose las menciones a leyes como la 26061.
En
tercer lugar, el Consejo de Escuela Resolutivo del CNBA elaboró el 21 de
diciembre su propio “Protocolo de acción institucional para la prevención e
intervención ante situaciones de violencia o discriminación de género u
orientación sexual” [Protocolo CNBA], tomando elementos del Protocolo UBA e
incorporando planteos específicos del Centro de Estudiantes y otros que
surgieron del debate al momento de tratar el proyecto. Aunque todo hace indicar
que el Consejo Superior no refrendará el Protocolo CNBA –en un informe
elaborado por la Directora General de Promoción y Protección de Derechos
Humanos de la Secretaría General de la UBA al Secretario de Educación Media se
señala que “no pueden coexistir disposiciones que regulen la misma materia,
debiendo privilegiarse aquellas que emanan del Consejo Superior con ámbito de
aplicación para todas las dependencias de la Universidad”-, hay en este
documento un elemento en particular que aporta un dato fundamental para pensar
toda esta cuestión.
Se trata del inciso d del Artículo 5, en el que se
señala que “en cumplimiento de los dispuesto por las leyes vigentes, el
receptor debe comunicar la existencia de la denuncia al Consejo de los Derechos
de Niñas, Niños y Adolescentes”. Esta redacción tiene sin duda en cuenta el
Artículo 30 de la Ley 26061, en el que se señala expresamente que “los miembros
de los establecimientos educativos y de salud, públicos o privados y todo
agente o funcionario público que tuviere conocimiento de la vulneración de
derechos de las niñas, niños o adolescentes, deberá comunicar dicha
circunstancia ante la autoridad administrativa de protección de derechos en el
ámbito local, bajo apercibimiento de incurrir en responsabilidad por dicha
omisión”.
La revisión de estas normativas nos permite proponer
las siguientes observaciones:
- Antes
que estudiantes de la UBA, los y las jóvenes adolescentes que acuden a los
establecimientos de enseñanza secundaria son sujetos a los que asisten derechos
que ninguna normativa específica de la Universidad puede obviar. Por lo tanto,
no debería elaborarse ningún protocolo que no oriente la acción según lo
determinado por legislación de mayor jerarquía. De ninguna manera la alusión a
la “autonomía universitaria” puede ser una excusa para saldar esta cuestión.
- De
la misma manera, aun cuando los protocolos se establezcan en una escala menor y
provengan de acuerdos producidos al interior de cada institución, no deben
dejarse de lado en ningún momento los derechos que asisten a todas/os las/los
estudiantes. Este principio debería evitar que se propongan medidas de acción
que se fundamenten exclusivamente en la condena social e impidan o menoscaben
el carácter formativo de toda institución educativa y, sobre todo, el derecho a
la educación que asiste a la totalidad de alumnas y alumnos.
- ¿Puede
un protocolo ser lo suficientemente flexible como para atender las
complejidades de las situaciones en las que se ven inmersos menores
de edad dentro y fuera de una institución educativa? Si la respuesta es
afirmativa, cabría preguntarse si un documento de ese tipo seguiría siendo un
protocolo; si la respuesta es negativa, convendría comenzar a pensar en otro
tipo de reglamentación que asegure el cumplimiento de los derechos de las
personas. En cualquiera de los dos casos, queda claro que nuestra confianza en
los protocolos acaso esté siendo excesiva.
En lugar de buscar una “secuencia detallada de un
proceso de actuación”, creemos que es preferible establecer colectivamente una
serie de acuerdos generales en torno a principios y derechos que delimiten
marcos de convivencia, permitan pensar y comunicar las maneras en las que todos
y todas nos vinculamos y nos ayuden a trazar líneas de acción para potenciar o
modificar esas formas –múltiples, complejas, imposibles de catalogar- en las
que sentimos y nos relacionamos.
Un protocolo puede asegurar la intervención ante una
situación determinada, pero dicha intervención tendrá siempre un carácter
reactivo. Para garantizar el cuidado y la formación de todos/as los/las que
integramos una comunidad educativa debemos ser capaces de impulsar, además,
otras formas de actuación. La no revictimización, el no punitivismo, la promoción
de la salud desde una perspectiva de género y una reforma curricular elaborada,
entre otros factores, a partir de los lineamientos de la Educación Sexual
Integral, son algunos ejemplos de criterios que, tanto en el corto como en el
mediano plazo, potenciarían el bienestar de las y los estudiantes, más allá de
la aplicación burocrática de protocolos.