25 de octubre de 2018

El "doble filo" de la Reforma Universitaria



A cien años de la Reforma Universitaria, es necesario contextualizar algunos de sus principales logros para no caer en una rememoración reduccionista que nos quite perspectiva para intervenir en el presente.

Por Mariano Duna

Muchas de las banderas enarboladas por el movimiento reformista impulsado en Córdoba en 1918 han servido para definir el perfil de nuestras universidades nacionales: autonomía, cogobierno, extensión, concursos de oposición y gratuidad de la enseñanza son principios de profunda raigambre que han permitido consolidar, por un lado, un dispositivo de movilidad social para la clase media y, por el otro, diversas maneras de intervención en la realidad del país.
            En la actualidad, el sostenimiento de dichas consignas se ve fuertemente interpelado por la pretensión de instalar un modelo económico y social que cuestiona los fundamentos de algunos de aquellos principios. El caso más evidente es el de la gratuidad: de forma planificada o no, diversos ideólogos y comunicadores critican recurrentemente ese aspecto central y tan particular de nuestras universidades nacionales y bogan por salidas que permitan poco a poco el autofinanciamiento (a través de, por ejemplo, el cobro a extranjeros o la exigencia de retribuciones a graduados). En la vereda opuesta, políticos e intelectuales refuerzan el rol social que cumplen las universidades nacionales y plantean la enseñanza universitaria como un derecho.
            Ahora bien, en este contexto, cualquier intención de revisar la conveniencia de sostener a rajatabla la habitual interpretación de las consignas de la Reforma Universitaria puede ser vista con desconfianza; sin embargo, creemos que ocurre lo contrario: si no actualizamos el sentido que los principios reformistas tienen hoy en día, corremos el riesgo de darle la espalda a un sector creciente de la población que -no necesariamente por escuchar a los ideólogos y comunicadores antes mencionados- está comenzando a observar ciertos comportamientos de las universidades como propios de un sector conservador y privilegiado.
            Tomemos, en concreto, el caso de la autonomía. Principio virtuoso que procura evitar la injerencia del poder político en los claustros universitarios, este legado permitió en su momento avanzar contra el enquistamiento de sectores conservadores (la Iglesia, por caso) que, en connivencia con los gobiernos de turno, no veían en la universidad una herramienta de progreso y desarrollo. Hoy en día, sin embargo, una interpretación extrema de la autonomía universitaria impide más cosas de las que permite y coloca en muchas universidades una suerte de halo que dificulta o directamente impide la aplicación de determinadas leyes al interior de esas instituciones.
De esta forma, convenios colectivos de trabajo, leyes de protección de derechos y programas de educación sexual, por ejemplo, son en principio ignorados por instituciones como la Universidad de Buenos Aires, que solo por la presión de determinados agentes realizan aplicaciones específicas de normativas nacionales, pero siempre bajo formas restrictivas y controladas exclusivamente por la misma institución.
            No nos debemos olvidar -y a esto nos referimos con actualizar la interpretación que realizamos sobre las consignas reformistas- que la autonomía universitaria implica autonomía respecto del poder ejecutivo, pero que esto no la exime del poder reglamentario del Congreso. Por lo tanto, no deberíamos conformarnos con que la UBA, por ejemplo, investigue por su cuenta las denuncias públicas realizadas por un grupo de egresadas del CNBA, sino que deberíamos exigir al interior de las instituciones el cumplimiento efectivo de las leyes que atañen a toda la ciudadanía, tenga o no tenga cada integrante la fortuna de presentar esa condición tan particular y generadora de orgullo que es la de pertenecer -ya sea estudiando y/o trabajando- a una universidad nacional.

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