23 de septiembre de 2019

La evaluación en la agenda: ¿causa o consecuencia del trabajo escolar?


Por Mariano Duna


La totalidad de niñas, niños y adolescentes tiene derecho a la educación, pues todos/as somos iguales ante la ley. La paradoja reside en que para que ese derecho efectivamente se cumpla, en cada nivel educativo se debe tener en cuenta que, en realidad, cada niña, niño y adolescente es diferente.
La evaluación plantea un dilema sobre esta cuestión: ¿debemos evaluar a todos/as por igual, sin tener en cuenta las particularidades (facilidades, dificultades, tradiciones familiares, situación social, etc.) de cada estudiante, o, por el contrario, debemos pensar un modelo de evaluación personalizada que permita poner el foco en el desarrollo individual de competencias antes que en la creación de jerarquías?
En este artículo retomamos tesis de Philippe Perrenoud, para quien la evaluación formativa es una de las claves para avanzar hacia una individualización de las trayectorias escolares, y realizamos una propuesta concreta sobre el sistema de evaluación, con la convicción de que no se debe promover el individualismo sino la cooperación y de que un proceso de este tipo demandará un verdadero cambio cultural en docentes, estudiantes y familias.

Iguales y diferentes

La escuela secundaria se encuentra entre dos paradigmas: uno propio de la modernidad, que propugna que “todos somos iguales”, y otro enmarcado en la posmodernidad, que sostiene “ todos somos diferentes”.
Nuestro modelo de escuela primaria -común, laica y obligatoria- tuvo como principales logros la alfabetización masiva y la construcción de ciudadanía. Un símbolo de ésta es el guardapolvo blanco, igualador y democratizante, homogeneizador de las diferencias individuales, originadas en factores económicos, culturales o estrictamente personales. La escuela secundaria, sin embargo, se basó en la selección -es decir, en la diferenciación- para la continuación en los estudios superiores. De maneras más específicas -y simplificando mucho la cuestión-, podemos decir que los colegios nacionales se encargaron de formar a la clase dirigente, las escuelas normales a las maestras, y los comerciales y los técnicos a los trabajadores calificados.
La obligatoriedad de la escuela secundaria consagrada en 2006 a través de la Ley de Educación Nacional -a la que podríamos sumar otras normas otorgadoras de derechos- tiene implicancias ideológicas de las que todavía hoy cuesta hacernos cargo. En primer lugar, como razona Eduardo Rinesi, si la secundaria es obligatoria, el acceso a la enseñanza universitaria puede ser pensado como un derecho. En segundo lugar, si la secundaria es obligatoria, quienes no promocionen de año o lisa y llanamente no quieran asistir a la escuela deben ser incorporados de alguna manera -¿de cualquier manera?- al sistema. En tercer lugar, si la secundaria es obligatoria, ciertos aprendizajes deben asegurarse, porque la mera inscripción y permanencia en el sistema no puede equipararse al cumplimiento del derecho a la educación.


Enseñanza y aprendizaje

Es necesario recordar que la enseñanza y el aprendizaje son dos procesos independientes. Cada docente puede realizar las mejores secuencias didácticas y el grupo de estudiantes puede no haber aprendido nada, por diversos y múltiples factores; a la inversa, un grupo puede aprender (y mucho) pese a su docente. Esta independencia no desliga al docente de su responsabilidad de hacer todo lo posible por que sus estudiantes aprendan.
Ahora bien, partiendo de este punto observamos que la evaluación adquiere un sentido muy relevante ya que, por un lado, permite certificar conocimientos adquiridos y, por el otro, permite al/ a la docente realizar ajustes sobre su propuesta de enseñanza.
En La evaluación de los alumnos. De la producción de la excelencia a la regulación de los aprendizajes. Entre dos lógicas (Buenos Aires, Colihue, 2010), el sociólogo suizo Philippe Perrenoud define como formativa toda evaluación que permite efectuar una regulación de los aprendizajes, entendida ésta como el “conjunto de operaciones metacognitivas del sujeto y sus interacciones con el ambiente, que orientan sus procesos de aprendizaje en el sentido de un determinado objetivo de dominio”. Concretamente, el autor se refiere a todas las modificaciones (moderación del ritmo, vueltas atrás, adopción de un modo de exposición más concreto, etcétera) que el/la docente realiza al observar (o, dicho de otro modo, al “construir una representación realista de los aprendizajes, de sus condiciones, modalidades, mecanismos y resultados”) de manera continua el progreso de cada estudiante.

Clases y evaluaciones

Describe Perrenoud:

En la escuela primaria y en un número creciente de colegios secundarios, la evaluación es continua. No hay exámenes de fin de año o ellos no hacen más que completar una evaluación practicada en clase a lo largo de todo el año. La evaluación, entonces, es un momento del trabajo escolar, que se distingue de los otros menos por el contenido de las tareas que por una cierta dramatización de las apuestas. En cuanto a las tareas que se someten a evaluación, se trata para el alumno, en general, de rehacer solo, en un tiempo limitado, lo que durante un tiempo más o menos largo ha ejercitado antes en clase (...).
Por consiguiente, para saber a qué tareas se refiere la evaluación continua, es preciso analizar lo que se llama el currículum real o realizado; dicho de otro modo, conocer la sustancia del trabajo escolar.

La evaluación formativa exige revisar la relación utilitarista con el saber, según la cual únicamente importan las notas obtenidas, independientemente de los conocimientos y las habilidades desarrolladas, y lleva a poner el foco en lo que se hace en el aula. El problema reside en que, más allá de lo que se declare, las evaluaciones terminan funcionando como eminentemente certificativas y no como formativas, y se acepta como habitual una lógica de trabajo que coloca en el centro de la escena el promedio de las calificaciones y relega al segundo plano tanto los aprendizajes de los/as alumnos/as como la enseñanza de los/as profesores/as.
Perrenoud ilustra también esta manera de funcionamiento:

La evaluación no tiene continuamente la misma importancia; hay momentos fuertes y momentos débiles. En algunas semanas, las pruebas se suceden, porque se aproxima el término del trimestre y debe asentarse la cantidad de notas requerida en el registro para “hacer sus promedios”. Todo el mundo está entonces “apretando los dientes”. Una vez que este período se acaba, se intenta olvidar por un momento la evaluación para permitirse vivir o, sencillamente, poner el acento sobre los aprendizajes. Ese descanso es demasiado corto para permitir realmente el deseo y la posibilidad de innovar, sabiendo que algunas semanas más tarde se deberá recomenzar, en vista del próximo vencimiento. En definitiva, la evaluación acompasa el tiempo escolar de una manera poco compatible con los ritmos de la innovación. Relativamente mal vivida, aparentemente incomprensible, lleva a muchos docentes y alumnos a un funcionamiento en forma de dientes de sierra, alternando entre el estrés y la distensión, sin que ni el uno ni la otra sean favorables a la transformación de las prácticas pedagógicas. En la enseñanza secundaria el fraccionamiento del tiempo, tanto para los alumnos como para los docentes, acentúa considerablemente la sensación de estrés.

Este funcionamiento se avala por la tradición escolar y por las normativas específicas que la organizan. Un ejemplo tal vez no muy evidente es el de las reglamentaciones que limitan la cantidad de evaluaciones por día y por semana.

Aprender y aprobar

Si tenemos en cuenta la necesidad de organizar el trabajo de estudiantes y docentes y, sobre todo, de distribuir la carga emocional que los exámenes acarrean, la conveniencia de esta clase de restricciones parece muy clara. Sin embargo, una reglamentación de ese tipo termina por confirmar las representaciones tradicionales que se tienen sobre la evaluación y que, según proponemos, es preciso problematizar y, eventualmente, modificar.
Si destacamos el día de evaluación como un día “especial”, distinto al resto, contribuimos a alejar la idea de que, en rigor, la evaluación (sobre todo la continua, elaborada cotidianamente por cada docente) debería servir para obtener información acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Una evaluación que no tenga en cuenta el desarrollo de las clases o el feedback que el docente tuvo de los/as alumnos/as, se parecería más a una evaluación estandarizada, organizada por alguien ajeno a las clases, que a un dispositivo que -de estar diseñado y aplicado con buena fe- permitiría obtener información tanto de los aprendizajes adquiridos (o no) por los/as estudiantes, como de la enseñanza  más o menos efectiva llevada a cabo por el/la docente.
Una evaluación pautada con antelación, señalada en el calendario como “Día D”, organiza, por un lado, el trabajo de los clases de cara a un objetivo concreto (resolver el examen), pero corre el riesgo de que, en aras de conseguir dicho objetivo, cada estudiante desarrolle estrategias ad hoc (ir a clases particulares, de apoyo, quemarse las pestañas estudiando la noche anterior, etcétera) que evaluarían mucho del esfuerzo del/ de la estudiante (cuando no de la situación económica de su familia) y poco de la efectividad de la enseñanza del/ de la docente.
Una vez más, Perrenoud escribe al respecto:

La preparación acelerada para el examen es una forma honesta, pero idiota, de mostrarse capaz de un “resultado momentáneo”. No construye una verdadera competencia, pero permite ilusionarse, en el momento de una prueba escrita o un interrogatorio oral. En una noche, un alumno que no ha comprendido nada, no ha trabajado antes y no sabe nada, no puede transformarse en buen alumno, pero a veces eso es suficiente para salvar las apariencias. El oficio de alumno (...) habitúa a respaldarse sobre algunas bases, y luego a “dar un golpe” justo antes de la prueba o el examen, para apresurarse a olvidar, al día siguiente, lo que habrá sido memorizado o ejercitado de esta manera, en condiciones de estrés poco favorables para una relación serena con el saber. La otra estrategia, menos honesta, es la trampa, elevada al rango de las bellas artes, incluso de la industria, en determinados establecimientos o ciertas aulas. Allí los alumnos aprenden que lo importante es dar una respuesta apropiada, poco importan los medios para encontrarla.

Si los estudiantes se preparan exclusivamente por su cuenta para un examen, éste de poco servirá al/ a la docente y a la institución para obtener información sobre cómo ajustar la enseñanza para regular los aprendizajes. Desligar la evaluación de la enseñanza (o limitar el papel del docente a la corrección del examen), le quita sentido a los encuentros regulares entre profesores/as y estudiantes, a lo más importante del proceso educativo, a aquello por lo que existen las escuelas, sean cuales sean sus formatos: las clases como espacio y lugar de encuentros, diálogos, debates, intercambios y enseñanzas y aprendizajes bidireccionales.

Conclusión

Limitar la cantidad de evaluaciones por día y por semana contribuye a distribuir de forma más pareja los momentos de tensión que implican la preparación, resolución, corrección y devolución de los exámenes; sin embargo, no sirve de mucho para modificar nuestra relación con el conocimiento escolar y cuestionar positivamente qué es lo que hacemos diariamente en las escuelas. Por el contrario, esas restricciones tienden a confirmar el estrés que las evaluaciones generan y a seguir colocando la mayor carga de responsabilidad en el grupo de estudiantes.
Acaso pueda pensarse una modalidad en que, en función de la carga horaria de las materias, haya algunas que agenden sus evaluaciones de manera tradicional y otras en las que las evaluaciones sean un día más de clase. Para esto las estrategias podrían ser realizar pruebas “no avisadas”, proponer ejercicios que se revelen como evaluaciones con posterioridad a su ejecución, o elaborar pruebas que no demanden que el/la estudiante estudie sobre todo “por su cuenta” y que puedan resolverse con lo trabajado en la clase, si es que la clase fue (como debería ser) un momento de trabajo.