Por Mariano Duna
La totalidad de niñas, niños y adolescentes tiene
derecho a la educación, pues todos/as somos iguales ante la ley. La paradoja
reside en que para que ese derecho efectivamente se cumpla, en cada nivel
educativo se debe tener en cuenta que, en realidad, cada niña, niño y
adolescente es diferente.
La evaluación plantea un dilema sobre esta
cuestión: ¿debemos evaluar a todos/as por igual, sin tener en cuenta las
particularidades (facilidades, dificultades, tradiciones familiares, situación
social, etc.) de cada estudiante, o, por el contrario, debemos pensar un modelo
de evaluación personalizada que permita poner el foco en el desarrollo
individual de competencias antes que en la creación de jerarquías?
En este artículo retomamos tesis de Philippe
Perrenoud, para quien la evaluación formativa es una de las claves para avanzar
hacia una individualización de las trayectorias escolares, y realizamos una
propuesta concreta sobre el sistema de evaluación, con la convicción de que no
se debe promover el individualismo sino la cooperación y de que un proceso de
este tipo demandará un verdadero cambio cultural en docentes, estudiantes y
familias.
Iguales
y diferentes
La
escuela secundaria se encuentra entre dos paradigmas: uno propio de la
modernidad, que propugna que “todos somos iguales”, y otro enmarcado en la
posmodernidad, que sostiene “ todos somos diferentes”.
Nuestro
modelo de escuela primaria -común, laica y obligatoria- tuvo como principales
logros la alfabetización masiva y la construcción de ciudadanía. Un símbolo de
ésta es el guardapolvo blanco, igualador y democratizante, homogeneizador de
las diferencias individuales, originadas en factores económicos, culturales o
estrictamente personales. La escuela secundaria, sin embargo, se basó en la
selección -es decir, en la diferenciación- para la continuación en los estudios
superiores. De maneras más específicas -y simplificando mucho la cuestión-,
podemos decir que los colegios nacionales se encargaron de formar a la clase
dirigente, las escuelas normales a las maestras, y los comerciales y los
técnicos a los trabajadores calificados.
La
obligatoriedad de la escuela secundaria consagrada en 2006 a través de la Ley
de Educación Nacional -a la que podríamos sumar otras normas otorgadoras de
derechos- tiene implicancias ideológicas de las que todavía hoy cuesta hacernos
cargo. En primer lugar, como razona Eduardo
Rinesi, si la secundaria es obligatoria, el acceso a la enseñanza
universitaria puede ser pensado como un derecho. En segundo lugar, si la
secundaria es obligatoria, quienes no promocionen de año o lisa y llanamente no
quieran asistir a la escuela deben ser incorporados de alguna manera -¿de
cualquier manera?- al sistema. En tercer lugar, si la secundaria es
obligatoria, ciertos aprendizajes deben asegurarse, porque la mera inscripción
y permanencia en el sistema no puede equipararse al cumplimiento del derecho a
la educación.
Enseñanza
y aprendizaje
Es
necesario recordar que la enseñanza y el aprendizaje son dos procesos
independientes. Cada docente puede realizar las mejores secuencias didácticas y
el grupo de estudiantes puede no haber aprendido nada, por diversos y múltiples
factores; a la inversa, un grupo puede aprender (y mucho) pese a su docente.
Esta independencia no desliga al docente de su responsabilidad de hacer todo lo
posible por que sus estudiantes aprendan.
Ahora
bien, partiendo de este punto observamos que la evaluación adquiere un sentido
muy relevante ya que, por un lado, permite certificar conocimientos adquiridos
y, por el otro, permite al/ a la docente realizar ajustes sobre su propuesta de
enseñanza.
En
La
evaluación de los alumnos. De la producción de la excelencia a la regulación de
los aprendizajes. Entre dos lógicas
(Buenos Aires, Colihue, 2010), el sociólogo
suizo Philippe Perrenoud define como formativa
toda evaluación que permite efectuar una regulación
de los aprendizajes, entendida ésta como el “conjunto de operaciones
metacognitivas del sujeto y sus interacciones con el ambiente, que orientan sus
procesos de aprendizaje en el sentido de un determinado objetivo de dominio”. Concretamente, el autor se refiere a todas
las modificaciones (moderación del ritmo, vueltas atrás, adopción de un modo de
exposición más concreto, etcétera) que el/la docente realiza al observar (o,
dicho de otro modo, al “construir una
representación realista de los aprendizajes, de sus condiciones,
modalidades, mecanismos y resultados”) de manera continua el progreso de cada
estudiante.
Clases
y evaluaciones
Describe Perrenoud:
En
la escuela primaria y en un número creciente de colegios secundarios, la
evaluación es continua. No hay
exámenes de fin de año o ellos no hacen más que completar una evaluación
practicada en clase a lo largo de todo el año. La evaluación, entonces, es un momento del trabajo escolar, que se
distingue de los otros menos por el contenido de las tareas que por una cierta
dramatización de las apuestas. En cuanto a las tareas que se someten a
evaluación, se trata para el alumno, en general, de rehacer solo, en un tiempo limitado, lo que durante un tiempo más o
menos largo ha ejercitado antes en
clase (...).
Por
consiguiente, para saber a qué tareas se refiere la evaluación continua, es
preciso analizar lo que se llama el currículum
real o realizado; dicho de otro
modo, conocer la sustancia del trabajo escolar.
La
evaluación formativa exige revisar la relación utilitarista con el saber, según
la cual únicamente importan las notas obtenidas, independientemente de los
conocimientos y las habilidades desarrolladas, y lleva a poner el foco en lo
que se hace en el aula. El problema reside en que, más allá de lo que se
declare, las evaluaciones terminan funcionando como eminentemente
certificativas y no como formativas, y se acepta como habitual una lógica de
trabajo que coloca en el centro de la escena el promedio de las calificaciones
y relega al segundo plano tanto los aprendizajes de los/as alumnos/as como la
enseñanza de los/as profesores/as.
Perrenoud
ilustra también esta manera de funcionamiento:
La
evaluación no tiene continuamente la misma importancia; hay momentos fuertes y
momentos débiles. En algunas semanas, las pruebas se suceden, porque se
aproxima el término del trimestre y debe asentarse la cantidad de notas
requerida en el registro para “hacer sus promedios”. Todo el mundo está
entonces “apretando los dientes”. Una vez que este período se acaba, se intenta
olvidar por un momento la evaluación para permitirse vivir o, sencillamente,
poner el acento sobre los aprendizajes. Ese descanso es demasiado corto para
permitir realmente el deseo y la posibilidad de innovar, sabiendo que algunas
semanas más tarde se deberá recomenzar, en vista del próximo vencimiento. En
definitiva, la evaluación acompasa el tiempo escolar de una manera poco
compatible con los ritmos de la innovación. Relativamente mal vivida, aparentemente
incomprensible, lleva a muchos docentes y alumnos a un funcionamiento en forma
de dientes de sierra, alternando entre el estrés y la distensión, sin que ni el
uno ni la otra sean favorables a la transformación de las prácticas
pedagógicas. En la enseñanza secundaria el fraccionamiento del tiempo, tanto
para los alumnos como para los docentes, acentúa considerablemente la sensación
de estrés.
Este
funcionamiento se avala por la tradición escolar y por las normativas
específicas que la organizan. Un ejemplo tal vez no muy evidente es el de las reglamentaciones
que limitan la cantidad de evaluaciones por día y por semana.
Aprender
y aprobar
Si
tenemos en cuenta la necesidad de organizar el trabajo de estudiantes y
docentes y, sobre todo, de distribuir la carga emocional que los exámenes
acarrean, la conveniencia de esta clase de restricciones parece muy clara. Sin
embargo, una reglamentación de ese tipo termina por confirmar las
representaciones tradicionales que se tienen sobre la evaluación y que, según
proponemos, es preciso problematizar y, eventualmente, modificar.
Si
destacamos el día de evaluación como un día “especial”, distinto al resto,
contribuimos a alejar la idea de que, en rigor, la evaluación (sobre todo la
continua, elaborada cotidianamente por cada docente) debería servir para
obtener información acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Una
evaluación que no tenga en cuenta el desarrollo de las clases o el feedback que el docente tuvo de los/as
alumnos/as, se parecería más a una evaluación estandarizada, organizada por
alguien ajeno a las clases, que a un dispositivo que -de estar diseñado y
aplicado con buena fe- permitiría obtener información tanto de los aprendizajes
adquiridos (o no) por los/as estudiantes, como de la enseñanza más o menos efectiva llevada a cabo por el/la
docente.
Una
evaluación pautada con antelación, señalada en el calendario como “Día D”, organiza,
por un lado, el trabajo de los clases de cara a un objetivo concreto (resolver
el examen), pero corre el riesgo de que, en aras de conseguir dicho objetivo,
cada estudiante desarrolle estrategias ad
hoc (ir a clases particulares, de apoyo, quemarse las pestañas estudiando la noche anterior, etcétera) que
evaluarían mucho del esfuerzo del/ de la estudiante (cuando no de la situación
económica de su familia) y poco de la efectividad de la enseñanza del/ de la
docente.
Una
vez más, Perrenoud escribe al respecto:
La
preparación acelerada para el examen es una forma honesta, pero idiota, de
mostrarse capaz de un “resultado momentáneo”. No construye una verdadera
competencia, pero permite ilusionarse, en el momento de una prueba escrita o un
interrogatorio oral. En una noche, un alumno que no ha comprendido nada, no ha
trabajado antes y no sabe nada, no puede transformarse en buen alumno, pero a
veces eso es suficiente para salvar las apariencias. El oficio de alumno (...) habitúa
a respaldarse sobre algunas bases, y luego a “dar un golpe” justo antes de la
prueba o el examen, para apresurarse a olvidar, al día siguiente, lo que habrá
sido memorizado o ejercitado de esta manera, en condiciones de estrés poco
favorables para una relación serena con el saber. La otra estrategia, menos
honesta, es la trampa, elevada al rango de las bellas artes, incluso de la
industria, en determinados establecimientos o ciertas aulas. Allí los alumnos
aprenden que lo importante es dar una respuesta apropiada, poco importan los
medios para encontrarla.
Si
los estudiantes se preparan exclusivamente por
su cuenta para un examen, éste de poco servirá al/ a la docente y a la
institución para obtener información sobre cómo ajustar la enseñanza para regular
los aprendizajes. Desligar la evaluación de la enseñanza (o limitar el papel
del docente a la corrección del examen), le quita sentido a los encuentros
regulares entre profesores/as y estudiantes, a lo más importante del proceso
educativo, a aquello por lo que existen las escuelas, sean cuales sean sus
formatos: las clases como espacio y lugar de encuentros, diálogos, debates,
intercambios y enseñanzas y aprendizajes bidireccionales.
Conclusión
Limitar
la cantidad de evaluaciones por día y por semana contribuye a distribuir de
forma más pareja los momentos de tensión que implican la preparación,
resolución, corrección y devolución de los exámenes; sin embargo, no sirve de
mucho para modificar nuestra relación con el conocimiento escolar y cuestionar
positivamente qué es lo que hacemos diariamente en las escuelas. Por el
contrario, esas restricciones tienden a confirmar el estrés que las
evaluaciones generan y a seguir colocando la mayor carga de responsabilidad en
el grupo de estudiantes.
Acaso
pueda pensarse una modalidad en que, en función de la carga horaria de las
materias, haya algunas que agenden sus evaluaciones de manera tradicional y
otras en las que las evaluaciones sean un
día más de clase. Para esto las estrategias podrían ser realizar pruebas
“no avisadas”, proponer ejercicios que se revelen como evaluaciones con
posterioridad a su ejecución, o elaborar pruebas que no demanden que el/la
estudiante estudie sobre todo “por su cuenta” y que puedan resolverse con lo
trabajado en la clase, si es que la clase fue (como debería ser) un momento de
trabajo.