12 de mayo de 2020

Pase, valoración pedagógica: la estábamos esperando



Por Mariano Duna

Transcurridas las primeras semanas de organización en emergencia y de envío exacerbado de tareas y actividades, la proximidad del fin de trimestre nos enfrentó a una de las cuestiones que suele resultar más problemática a la hora de la discusión pedagógica: la evaluación. 

La reciente publicación de una Resolución del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires presenta disposiciones que nos invitan a realizar algunas reflexiones. Creemos preferible referirnos a documentos concretos antes que andar corriendo detrás de declaraciones o impresiones como las que realiza -en muchas oportunidades de manera algo irresponsable, aunque motivado seguramente por buenas intenciones- el Ministro de Educación de la Nación.
La Resolución de la Ministra de CABA ordena a todas las instituciones (públicas y privadas) de primaria y secundaria “llevar un registro sistemático y una valoración del proceso pedagógico desarrollado de forma remota, sin calificación”; establece un cuatrimestre (hasta el 30 de junio) para informar a las familias y a los/as estudiantes sobre la “valoración del proceso pedagógico, sin calificación”; y determina que “la valoración de los procesos pedagógicos sin calificación de los/as estudiantes durante el período que dure la suspensión de actividades educativas presenciales, se complementará con instancias de evaluación al retomar la presencialidad, que permitan ratificar, rectificar o completar la valoración realizada, y acreditar en el momento oportuno el proceso de aprendizaje realizado”.
Por si no quedó claro, lo remarcamos: la valoración de los procesos pedagógicos será “sin calificación”. ¿Qué se esconde detrás de la necesidad de realizar esa aclaración?

Evaluar, acreditar, calificar

Las tres acciones no son idénticas, aunque están muy vinculadas. En todo caso, nos permiten pensar la evaluación desde tres aspectos fundamentales.

  1. La evaluación como problema “técnico” o pedagógico:

Nos referimos a la importancia de realizar buenos instrumentos de evaluación, coherentes con los objetivos planteados por cada docente, los contenidos efectivamente abordados  y las  actividades desarrolladas en cada curso en concreto, más allá de las intenciones declaradas en una planificación (por ejemplo). Desde esta perspectiva, la evaluación cumple un papel fundamental para la obtención de información, ya que brinda al/ a la docente del curso la retroalimentación necesaria para realizar ajustes en su planificación en función de los logros (que incluye éxitos y dificultades) de sus estudiantes.  
En este sentido, “evaluar” es -si me disculpan por acudir a una metáfora repetida hasta el hartazgo- sacarle una foto a los procesos: de enseñanza, por el lado docente, y de aprendizaje, por el lado estudiantil.

2.                La evaluación como problema “legal” o administrativo:

            Para que una evaluación (una prueba escrita, un trabajo domiciliario -aunque en este contexto toda la educación se volvió redundantemente “domiciliaria”-, una presentación oral, un proyecto, por mencionar algunos ejemplos) tenga validez se tiene que dar en un marco determinado (una clase, una mesa de examen, una actividad previamente acordada y autorizada dentro de un calendario escolar de carácter oficial, etcétera).
Todas nuestras buenas intenciones volcadas en la pretensión de asegurar -en la medida de lo posible- la continuidad pedagógica requieren, no obstante, un sustento (por ahora, la Resolución en cuestión) que, llegado el momento, le termine de dar sentido a la acción perlocutiva de evaluar: esto es, decirle a alguien que el trabajo que realizó permite determinar con cierto grado de razonable certeza que los contenidos o habilidades requeridas para la realización de ese trabajo pasaron a formar parte de su acervo cultural y/o cognitivo. 
            Acreditar es, por lo tanto, una responsabilidad muy grande que los/as docentes no nos tomamos a la ligera; en definitiva, la acreditación de saberes y competencias se vincula directamente con el otorgamiento de certificaciones habilitantes en campos académicos y profesionales… (Dejamos para otro momento la cuestión sobre en qué medida ocurre esto en la escuela media; solamente adelantaremos que, en todo caso, el título del secundario solo debería certificar que la persona está en condiciones de comenzar sus estudios terciarios o universitarios, pero ¿hay que verlo de ese modo?).

3.                La evaluación como problema “moral” o ético: 

            A caballo entre la evaluación y la acreditación se encuentra la calificación, en nuestro país generalmente numérica, utilizando una escala decimal no proporcional (un cuatro no necesariamente implica un 40% por ciento del examen bien resuelto). Pero su operatividad (en definitiva, servir de manera casi automática como criterio de acreditación) importa un poco menos que su función simbólica: elaborar jerarquías.
En un artículo anterior retomamos algunas de las tesis de Philippe Perrenoud para problematizar  el uso de la evaluación (y en particular, de la calificación) como generador de una relación utilitarista con el aprendizaje (se estudia para “obtener buenas notas”) en lugar de emplearla como un recurso para regular los aprendizajes.
Ahora bien, hay algo más que suele jugársele a cada docente en la acción de calificar y que está muy vinculado con su propia concepción de lo que es justo. Pensar en un/a alumno/a que recibe una calificación que no merece es algo que rebela, ya sea si se trata de un/a estudiante que no estudió y se copió , ya sea (aunque en mucha menor medida, me aventuraría desconfiando un poco de nuestros/as colegas) si estamos ante el caso de alguien que, pese a haber estado trabajando de muy buen manera, en el momento de resolver el examen, no lo hizo bien (“salió mal en la foto”, diría acudiendo a la misma metáfora de siempre). 
Pero vayamos al caso concreto de escolaridad a distancia en el que nos encontramos: ¿cómo calificar a los grupos de estudiantes si no tenemos certeza de que los trabajos son realizados efectivamente “sin ayuda”? (en países como Estados Unidos, existen varias empresas que ofrecen sofisticados servicios de control que parecen sacados de la más pesimistas novelas distópicas y prometen resolver, tecnología mediante, esta cuestión). O yendo en otra dirección: ¿cómo calificar a jóvenes pertenecientes a extensos sectores de la sociedad que no cuentan con equipos, conectividad y/o apoyo familiar como para continuar con la escolaridad, pese a los ingentes esfuerzos realizados por las escuelas, los/as docentes, el Estado…
Evidentemente, el dilema es difícil de resolver (como suele pasar) y el Ministerio de CABA hace muy bien en determinar que -reiteramos- “la valoración de los procesos pedagógicos sin calificación de los/as estudiantes durante el período que dure la suspensión de actividades educativas presenciales, se complementará con instancias de evaluación al retomar la presencialidad, que permitan ratificar, rectificar o completar la valoración realizada, y acreditar en el momento oportuno el proceso de aprendizaje realizado”. Es decir, una vez que retornemos a la presencialidad, podremos volver a dedicarnos a impartir justicia -a calificar en función del delicado equilibrio entre desempeños y merecimientos- como lo hacemos habitualmente. 

Hacia una “nueva normalidad”

La Resolución del Ministerio de CABA -y también, según parece, lo que determinará el Consejo Federal de Educación en las próximas horas, sincera algo muy importante: la disociación que existe -para el sentido común de  autoridades educativas, familias, estudiantes y, lamentablemente, muchos/as docentes- entre la calificación y la “valoración pedagógica”. 
Con pandemia o sin pandemia, ningún/a trabajador/a de la educación -sobre todo en los niveles de educación obligatorios- debería estar haciendo otra cosa que no sea “valorar pedagógicamente” el trabajo de sus estudiantes. Qué bueno que el Coronavirus -pese a las grandes calamidades que está generando- permita poner el foco en la “valoración pedagógica” por sobre la calificación (que debería ser un tipo de valoración, pero que no lo es por la relación alienada que tenemos con ella). 
Sin embargo, la misma Resolución le pone punto suspensivos a nuestro optimismo, cuando abre el paraguas del retorno a la presencialidad y advierte que solo en ese momento (porque “en la cancha se ven los pingos”) se ratificará, rectificará o completará la valoración realizada.  ¿Por qué no podemos aprobar directamente a quienes hayan estado trabajando de buena manera durante este particular cuatrimestre? ¿Por qué no podemos desaprobar a quienes nos conste que no tuvieron ninguna intención de participar de las propuestas de aprendizaje, aunque contaran con los medios necesarios para hacerlo?
La situación es tan compleja que “patear la pelota” para el momento en que retornemos a la presencialidad consigue varios objetivos: permite resolver (pero solo hasta cierto punto, porque las inequidades estaban antes de la cuarentena y seguirán estando, incluso en mayor medida) las desigualdades materiales de acceso y apoyo que referimos anteriormente; tranquiliza la preocupación sobre posibles plagios en los trabajos a realizar de manera virtual; y funciona como una concesión para quienes el “sentido común” antes mencionado es en realidad un sentido hegemónico que pregona con firmeza que los niveles primario (en menor medida) y secundario (sobre todo algunas instituciones) deben seguir siendo un ámbito de consagración de la meritocracia, reconocida especialmente a través de la calificación. 
En rigor, la Resolución del Ministerio es lo suficientemente clara e  inespecífica (entre otras cosas, de eso se trata la política) como para abarcar todas las situaciones  y disposiciones de las muy diversas instituciones de la Ciudad y avalar un siga, siga virtuoso que no termine con miles de docentes y estudiantes arrojando sus computadoras y teléfonos por la ventana clamando por el tiempo perdido. En definitiva, las escuelas podrán seguir trabajando de la manera en que lo han venido haciendo, luego de esos primeros días tan difíciles y traumáticos… y después veremos.
Creemos que con esta Resolución el Ministerio consigue lo mismo que toda la sociedad con la cuarentena: ganar un poco más de tiempo. En nuestro caso, un poco más de tiempo para seguir definiendo de forma urgente y concreta qué tipo de escuela queremos. Nos hemos preocupado tanto por los medios (dispositivos, recursos, plataformas, etc.) a través de los cuales continuar el vínculo pedagógico que dejamos de lado los fines: ¿para qué queremos seguir en contacto con nuestros/as estudiantes? ¿Qué queremos proponerles hacer? ¿Cómo vamos a convencerlos/as de que frente a situaciones de tanta angustia e incertidumbre, lo que tenemos para ofrecerles posee algún tipo de valor?
Parafraseando el cierre de un artículo anterior, diremos que en esta situación excepcional, tenemos que poder pensar más allá del problema de la evaluación, la acreditación de los aprendizajes y la consagración de la meritocracia que se esconde detrás de cada calificación. Nuestra respuesta frente a no poder hacer en este momento lo mismo de siempre no puede ser hacer lo mismo de siempre más adelante. 

La función de las escuelas ante la violencia y los abusos


Por Mariano Duna
I

La noticia impacta y conmueve; indigna y rebela. Los medios actúan de forma tan responsable como esperable: hacen foco en la cuestión del grooming y advierten a las familias sobre un riesgo que aumenta en este tiempo de multiplicación del uso de las pantallas. 
El hecho se transforma rápidamente en caso y se van conociendo detalles de abusos cometidos anteriormente. La Justicia parece actuar con celeridad y se pondera el trabajo de la Fiscal. 
Un detalle -seguramente de los menos importantes- es el que nos convoca: Adrián Rowek, el docente acusado, trabajó en el CNBA entre 2010 y 2014. Hay un denominador común en los distintos testimonios publicados en los medios o a través de redes sociales: el comportamiento inadecuado de esta persona era algo conocido por parte de la comunidad del CNBA.

II

Queremos ser cuidadosos y reflexivos, pero también claros y determinantes: abusos como los que sufrieron las víctimas recientes de Rowek podrían haberse evitado. 
Evidentemente, debe haber algún elemento en la cultura que hace que, al mismo tiempo que el abuso infantil está visto como una acción aberrante y, en este sentido, “monstruosa”, de todas maneras se torna algo en cierta forma “tolerable”. ¿Por qué, si no, las instituciones lo silencian, sea ésta, por ejemplo, el Vaticano, una escuela primaria privada de Palermo o una escuela secundaria dependiente de la UBA?
Hay una cuota importante de responsabilidad que atañe a las autoridades escolares que tomaron conocimiento de algunos comentarios y los trataron como meros “rumores” ya que, como suele pasar en estas situaciones, “no había denuncias”. Nadie pretende que se vulnere la presunción de inocencia o que quienes gestionan las escuelas se transformen súbitamente en detectives. Con el cumplimiento del artículo 30 de la Ley 26061, Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, ya se daría un gran paso: allí se  establece el “deber de comunicar” y se especifica que  “los miembros de los establecimientos educativos y de salud, públicos o privados y todo agente o funcionario público que tuviere conocimiento de la vulneración de derechos de las niñas, niños o adolescentes, deberá comunicar dicha circunstancia ante la autoridad administrativa de protección de derechos en el ámbito local, bajo apercibimiento de incurrir en responsabilidad por dicha omisión”.
Por momentos estamos tentados a relativizar la responsabilidad de las autoridades de las instituciones por las que transitó Rowek. “Era otra época”, “no había protocolos”, “hoy sería distinto” son algunas de las frases que nos vienen a la cabeza, pero que finalmente desestimamos. Ojalá alguna de esas autoridades pueda realizar una sincera autocrítica sobre por qué (no) actuaron de la manera en que (no) lo hicieron. Podría tratarse de una acción significativa que contribuya a resolver de una vez por todas la dicotomía de sentirnos cómplices o inútiles ante estas situaciones.

III

Pero también queremos reflexionar sobre nuestras propias limitaciones para intervenir; me refiero a los/as docentes “de a pie”, quienes no tenemos responsabilidades de gestión pero que, por las características propias de nuestro rol, convivimos diariamente con los/as estudiantes y escuchamos y vemos mucho de lo que dicen y mucho de lo que no pueden decir. Nosotros/as también, a nuestro modo, toleramos los abusos, convivimos con ellos, bromeamos sobre ellos, les otorgamos la visibilidad mínima necesaria como para convivir con nuestras conciencias y continuar con nuestra tarea cotidiana porque, en definitiva, somos “trabajadores/as” y tenemos que ganarnos el mango. 
Es evidente que muchos/as compañeros/as del CNBA hablaron con los medios y compartieron sus experiencias y conocimientos de lo que se sabía o se comentaba. Acaso sea una forma de tramitar la bronca y la impotencia de que nadie haya hecho nada, de que nosotros/as mismos/as no hayamos hecho nada porque no pudimos, no quisimos, no supimos. Las responsabilidades, obviamente, son proporcionales a los cargos y a las funciones, pero este argumento -que podría servir en una instancia judicial- no necesariamente resulta igual de efectivo a la hora de enfrentar a nuestra conciencia y hacer una autocrítica sobre lo que nosotros/as mismos/as (no) hicimos.

IV  

¿Es posible salir de la lógica judicial para pensar las relaciones escolares? La pregunta parece inapropiada cuando se plantea a partir de una acción criminal que seguramente reciba la máxima pena posible. En este interrogante, sin embargo, hay un llamado de atención y tal vez una propuesta.
Nuestra conducta organizada a partir de una lógica judicial oscila entre dos extremos: o no hacemos nada porque “no hay denuncias”, o se denuncia y se espera que actúe la Justicia. En los dos casos la institución escolar renuncia a su responsabilidad de intervenir y la delega en otra esfera.
Ahora bien, ¿en qué consiste la responsabilidad escolar? ¿Qué podría hacer la escuela frente a casos como el de Rowek, que no sea informarlo a las autoridades correspondientes?  Pero no es necesario llegar a un caso tan extremo: ¿qué hace la escuela ante los casos de violencia física y/o simbólica que siguen formando parte de una supuesta matriz identitaria de una institución como el CNBA? “Denunciarlos”, “escracharlos”, “sumariarlos” son algunas de las opciones que nos vienen a la cabeza, pero que deberíamos desestimar.
Hemos naturalizado la judicialización de nuestras relaciones escolares y no concebimos la escuela como un espacio donde la palabra circule y medie. Nos resulta prácticamente imposible plantear un conflicto vincular por fuera de la forma de la queja o de la denuncia; no estamos habituados al trabajo colectivo y sincero, a la búsqueda de acuerdos y a la construcción de marcos de convivencia que no caigan en meros reglamentos o protocolos. Allí donde surge un problema que haga suficiente ruido, se acude simplemente a la sanción o al ocultamiento. 

V

En los últimos tiempos, el CNBA se vio conmovido (¿realmente lo hizo?) por el discurso de Mujeres y Disidencias, la denuncia de una ex alumna sobre abusos cometidos por quien participaba habitualmente  de los viajes de estudios a Tilcara y el repudio a la designación en el Rectorado de la UBA de un profesor sancionado por amenazar a un alumno que lo había señalado por seguir cuentas de Twitter de contenido pornográfico. 
El caso Rowek debería hacer explotar los cimientos de esta supuesta “nueva normalidad” a la que el CNBA parece acostumbrarse con casos como los mencionados (y por otros que podrían señalarse).
La exposición repentina, salvaje y fugaz en los medios y en las redes sociales no hace más que evidenciar la imposibilidad de trabajar en el CNBA desde una lógica que sea preponderantemente pedagógica, que confíe en la palabra como herramienta principal para la construcción y el intercambio y procure dejar de lado el sometimiento como principio de vinculación interpersonal. Esa lógica pedagógica sería, asimismo, un principio de encuentro y de prevención, que permita cuidar a cada estudiante y velar por sus derechos pero también acompañar a cada docente, a cada nodocente y a las familias que integran la comunidad educativa. Es imprescindible que podamos hacer circular la palabra, pero no para evitar conflictos -inherentes a nuestra condición de seres humanos- sino simplemente para poder aprender de ellos. De eso se trata, en definitiva, la función de una escuela.