6 de junio de 2020

Veo gente muerta


Reseña de Komorebi, la nueva novela de Federico Lorenz
Por Mariano Duna

El escritor (historiador, investigador y docente) Federico Lorenz acaba de publicar en formato digital su nueva novela: un relato de fantasmas que tiene como marco el Colegio Nacional de Buenos Aires.

Komorebi”, una historia de fantasmas en el Colegio Nacional Buenos ...

En cierta forma, los historiadores no hacen otra cosa que escribir y hablar sobre fantasmas, figuras que ya no están pero que dejan rastros en el presente que el investigador busca hilvanar.
Los escritores de ficción, por su parte, también hacen de lo fantasmagórico su propio objeto de trabajo: independientemente de la verosimilitud realista o no realista que construyan, siempre enfrentan el desafío de darle forma a aquello que no existe.
No debe sorprender, entonces, que un historiador-novelista (¿o un novelista-historiador?) autor de libros como Montoneros o la ballena blanca (2012), Los muertos de nuestras guerras (2013) y Cenizas que te rodearon al caer (2017), entre otros, recurra al fantasma como figura articuladora de su nuevo libro.


Fantasmas

La novela recurre al artificio del relato enmarcado (el viejo truco del manuscrito descubierto por un narrador-editor que lo da a conocer) con la intención de aumentar la distancia entre el Lorenz autor de carne y hueso, ex alumno del CNBA y profesor de Historia, y el narrador principal de la novela… ex alumno del CNBA y profesor de Historia.
Quienes formen o hayan formado parte en los últimos tiempos de la comunidad educativa del CNBA identificarán inmediatamente lugares y personas tomadas de la realidad y recreadas en la ficción; seguramente la más famosa de ellas sea la profesora Marta Royo, autora de los libros de Latín con los que estudiaron varias generaciones.
Si los vínculos entre los mundos de la realidad y de la ficción (o de la Historia y la Literatura) resultan por momentos demasiado evidentes (y hasta algo obscenos para quien conoce o haya conocido a las personas que inspiraron a los personajes), el propio desarrollo del argumento va llevando al lector a dispensar esos trazos gruesos para sumergirse de lleno en la novela y en su principal misterio: ¿qué le pasó a Dante, el primer espectro con el que se encuentra el narrador? Se trata del fantasma de un alumno de tercer año que tiene un par de cuentas pendientes y que encuentra en el narrador protagonista su única posibilidad de resolverlas.


Castillos

El Colegio es un megaterio que hiberna en alguna cueva patagónica. La bestia dormía hasta que la desperté en mi búsqueda del chico de la campera. El edificio está vivo. La antigüedad que exudan sus objetos y reliquias es engañosa. Bayonetas de las Invasiones Inglesas exhibidas en la Sala de Banderas, marcas de la gloria patria. Animales amarillentos disecados en las vitrinas de los laboratorios, cazados y coleccionados cuando el mundo parecía completamente domesticable por la razón, el dinero y la fuerza. Hojas de carpeta manchadas de sangre, llenas de palabras que soñaron y prometieron la revolución y el amor. Borradores de cuentos que jamás vieron la imprenta. Letras de los Sex Pistols, machetes para las pruebas. Bancos rayados con promesas, fórmulas polinómicas, declinaciones, amenazas, puteadas y ecuaciones. Sudores y miedos agitados, guardados en los pliegues de la memoria y en los salones polvorientos. Iras y victorias, ausencias y reencuentros. Mármoles y maderas. Paredes más fuertes que la carne que padeció o disfrutó entre ellas y a pesar de ellas. ¡Qué lugar tan poderoso! Este Colegio de la Patria, como aún lo llaman algunos, tiene tanta fuerza que todavía vive de sus glorias pasadas. El edificio se nutre de nuestros recuerdos, nos chupa la sangre.


La mayoría de la acción transcurre, como es de esperar, en el CNBA. No hay mucho de castillo gótico inglés en el edificio de Bolívar 263, exponente del academicismo francés (lo sentimos, pero el CNBA no es Hogwarts). Sin embargo, Lorenz se ocupa de transformar los ladrillos del Colegio y los de algún que otro edificio cercano en un personaje más de la novela, con descripciones que si por momentos parecen provenir de una mirada fascinada, finalmente devienen esenciales para la trama. En definitiva, hay entre la materia perdurable de los edificios y la inconsistencia propia de los fantasmas una relación de complementariedad. 
La novela sugiere en muchos niveles la idea de que los pares opuestos, más que oponerse, se complementan. Cada referencia literaria -citada textualmente o referida en la ficción- permite desarrollar algún aspecto sobre este punto: la relación entre vivos y muertos, entre personas que se aman, entre padres e hijos, entre docentes y estudiantes...


Personas

El protagonista de Komorebi tiene mucho de esos personajes típicos de Eduardo Sacheri (otro historiador-novelista, casualmente): un buen tipo que buscará a lo largo del relato -en el mejor de los casos- convertir en nostalgia su melancolía y salir de la soledad en la que está inmerso. La sensibilidad de este tipo de personajes no debe ser tomada a la ligera: bien puede pensársela como una respuesta a la desensibilización que promueve el neoliberalismo y el punto de partida necesario para recuperar la “escala humana” (en términos del propio Lorenz en un libro también reseñado en La Gaceta del Buenos Aires).
En la novela, es la sensibilidad del protagonista lo que le posibilita entrar en contacto con los fantasmas del CNBA (la mayoría ex estudiantes, con una perturbadora excepción); es también lo que le permite vincularse con sus informantes, con aquellas personas a quienes entrevista a medida que va avanzando en la pesquisa para averiguar qué le pasó a Dante; y, por último, es lo que le permite, sobre todo, relacionarse de manera significativa con sus estudiantes.
            La novela encuentra sus mejores momentos, precisamente, en los intercambios que el narrador mantiene con todos estos personajes. La palabra aparece allí como posibilidad de encuentro entre el mundo de los vivos y el de los muertos, entre el pasado y el presente, entre el mundo de los adultos y el de los adolescentes. El desenlace se trata, precisamente, de procurar darle voz a ese fantasma que había pedido ayuda, pero también de poder escuchar la voz atragantada en los recuerdos de la adolescencia y en el dolor inconmensurable de un padre y una madre.


Docentes
Sé que tal vez exagero, pero en ocasiones me imagino como un engranaje más de una maquinaria rechinante cuya tarea es la de martirizar a algunos chicos y chicas unas horas. A veces, hasta me toco la cabeza buscando los dientes de la rueda.
Si bien Komorebi puede ser leída, asimismo, como la historia de un docente (el narrador-protagonista) que encuentra el verdadero sentido de su trabajo, es también la historia de otro descubrimiento, el del narrador-editor que encuentra el manuscrito de la novela, y ya desde el comienzo nos advierte:
El Colegio Nacional de Buenos Aires es un edificio gigantesco e imponente. Sin embargo, influido por el texto que recién terminaba de leer, no pude dejar de caminar por sus claustros con suspicacia. Sentí que el lugar me mentía, que la poderosa y majestuosa historia que esa institución exhibía como si fuera el escudo nobiliario de algún conde decrépito no debía deslumbrarme.
Esa invitación a “no deslumbrarnos” como parecía hacerlo por momentos la mirada fascinada que adoptaba el narrador protagonista, abre las puertas de otro libro, un libro que tematiza de manera sutil -y, si se quiere, anecdótica, pero determinante- el maltrato sistemático al que se somete a los/as estudiantes. Un libro que se atreve a hablar de los “fantasmas de chicos que el Colegio mató” y que se hace cargo de la osadía de dejar en un segundo plano -que no es lo mismo que dejar de lado- a los estudiantes “ilustres del setenta” porque -como afirma al narrador protagonista el mejor amigo de Dante- “a veces algunas historias no dejan que respiren otras”.
Lo que quiero decir es que seguro vos sabés mejor que yo que el Colegio siguió siendo hostil con sus estudiantes después de los setenta, aunque aquello haya sido un extremo terrible. El Colegio era medio como la colimba, a veces… y algunos lo aguantamos, y otros no pudieron… Y yo no sé si un secundario tiene que funcionar de esa manera.

De qué manera tendría que funcionar un secundario, habría que preguntarle al autor de la novela, si a su faceta de historiador y novelista vuelve a sumarles la de candidato a rector del CNBA.