3 de junio de 2019

En el aula y en la vida


(sobre algunas tensiones en la representación de la excelencia en el CNBA)

Por Damián Canali

“...el proyecto de individualización forzosa nunca puede ser completo. En todo momento, la colectividad puede ser redescubierta y reinventada. El espectro de un mundo que podría ser libre siempre tiene que ser reprimido, ya que puede revitalizar en cualquier festividad que dure demasiado, en cualquier ámbito laboral u ocupación universitaria que se niegue a la necesidad del trabajo monótono, en cualquier grupo que rechaza la inevitabilidad del individualismo competitivo".
Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida.

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Quizás uno de los puntos en los que la educación (y la docencia) se cruza con mayor precisión  y claridad con la política (y, por qué no, con la filosofía y la historia),  sea en la tensión entre cambio y permanencia , entre la reproducción de lo mismo y la transformación de lo dado, entre el reconocimiento de una tradición que brinda identidad, y el margen para habitarla con la suficiente autonomía, para realizarla en las singularidades del presente que nos toca.
En una institución como el Colegio Nacional de Buenos Aires (CNBA) esa tensión parece anudarse en torno al concepto de excelencia académica. ¿Qué representaciones se juegan alrededor de esta idea? ¿Cómo es posible traducirlas en prácticas que redunden en la mejor formación posible para nuestrxs alumnxs? Cualquier intento de responder estas preguntas debe considerar toda una trama de condiciones y circunstancias que tiene tanto que ver  con la sociedad en la que el colegio se inserta, con sus interpelaciones y sus demandas, como con las herramientas institucionales (pedagógicas y simbólicas, pero también, por qué no, burocráticas y administrativas) con las que intenta responderlas. Creo que del cruce entre estos planos surge una noción de excelencia que conviene explicitar para pensar sus sentidos y proponer nuevos derroteros.


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Cuando pensamos nuestro presente y los vínculos que se entraman en él , solemos echar mano a todo un conjunto de conceptos: neoliberalismo, globalización, capitalismo posfordista, capitalismo financiero, sociedad de la información, sociedad de consumo,  Más allá de las diferentes constelaciones que esos conceptos puedan mostrarnos, de las diferentes interpretaciones que las organicen, todas parecen ordenarse en torno a una misma noción de subjetividad, es decir, una misma imagen en la cual mirarnos para tratar de entender quiénes somos. En esta imagen, la figura del sujeto como productor ha sido desplazada por la del usuario/consumidor. Considero que una de las diferencias entre ambas subjetividades tiene que ver con la temporalidad que corresponde a cada una de ellas. La temporalidad productiva puede concebirse como una sucesión de momentos o etapas ordenadas en pos de una meta, lo que permite construir con ellas una narración que las organice para realizarla, o las conserve como una experiencia siempre recuperable. En contraposición, la temporalidad del usuario/consumidor parece reducirse a un conjunto de instantes tan efímeros como independientes entre sí en los que la novedad (la “actualización”) parece ser la moneda de cambio (o la cortina de humo) que encubre la repetición de lo mismo. Uno de los efectos de este desplazamiento sea quizás un mayor individualismo guiado por una lógica instrumental de mercado que carga las tintas sobre las responsabilidades personales (los éxitos y los fracasos) dejando de lado las condiciones estructurales.
Quizás la cuestión de la temporalidad pueda resultar a primera vista un tanto abstracta, sin embargo, es crucial no sólo por los efectos concretos sobre la experiencia vital de cada sujeto (pensemos tan solo en la proliferación de patologías asociadas con la ansiedad, la depresión o el stress) sino también porque ella condiciona las formas de pensar la educación. En efecto, la llamada “sociedad del conocimiento” (learning society) parece caracterizarse por la formación continua, la evaluación permanente y la preparación para el aprendizaje durante toda la vida y en diferentes ámbitos. Desde estas coordenadas, entonces, la noción de excelencia académica parece asociarse con esa continuidad y la capacidad para hacer frente a la incertidumbre propia de esa colección de instantes.
¿Cuáles son, a partir de este marco, las herramientas que el CNBA puede brindar a sus alumnxs? Creo que para dar respuesta a esta pregunta es necesario recorrer dos representaciones en disputa: la que el Colegio (re)produce sobre sí mismo y la que los estudiantes proponen a partir de su recepción de la primera. Para ello, propongo que nos detengamos en un acontecimiento simbólicamente importante en la vida institucional del colegio: el acto de entrega de diplomas a una cohorte de egresados.


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Acto de colación de grado y entrega de diplomas.
Rito de pasaje que cierra un arco de entre seis y siete años de vida institucional.
El escenario es imponente: Aula Magna con nombre de ex alumno ilustre, prócer de la independencia, una arquitectura monumentalista que rememora la Ópera de París.
El protocolo es meticuloso: los profesores y las autoridades ingresan desde el salón que separa el Aula Magna de la Rectoría, unas ocupan el estrado que preside la sala y los otros se ubican en las butacas de la primera fila. Más allá, lxs alumnxs y sus familias aguardan, y escuchan. Lo que sigue puede parecerse a los momentos típicos de todo acto escolar: ingreso de los símbolos patrios, entrega de reconocimientos, discursos, entrega de diplomas; sin embargo quiero detenerme en dos de estos momentos, la entrega de reconocimientos y los discursos de lxs alumnxs/ egresadxs,  porque enfrentan dos concepciones de la excelencia que es necesario revisar, y discutir.
Como es sabido para quienes hemos participado de la ceremonia  en varias ocasiones, el CNBA reconoce, además del promedio general, el desempeño académico de sus alumnxs en una serie de disciplinas específicas (tales como latín, historia, matemática, química o castellano). Una primera mirada sobre este abanico de distinciones no sólo muestra la amplitud de la formación (humanista y científica) propia de un bachillerato general; también puede hacernos pensar que el colegio busca estimular a la mayor cantidad de estudiantes en función de sus gustos, intereses y disposiciones. Sin embargo, en los hechos ocurre que el o la alumnx que obtiene el premio al mejor promedio general de su promoción cosecha también la gran mayoría de las distinciones particulares.
Esto se debe, claro está, a que el criterio de selección es una variable cuantitativa como el promedio de las asignaturas. Lo que habría que preguntarse, sin embargo, es por qué ese criterio resulta una obviedad (y, si queremos ir un poco más lejos, cómo es que las “calificaciones” cuantifican, y viceversa). Se sabe que las ceremonias y sus protocolos son siempre endogámicos, que refuerzan sentidos que sus miembros y participantes ya poseen y que así componen un espejo para el narcisismo institucional; ¿cuál es entonces, la imagen que se juega en una situación como la anterior?  Creo que aquí la excelencia parece ser la que designa al primus inter pares y articula así todo un campo semántico en el que se eslabonan individualismo, competencia y exclusión. “Ser el mejor” es así “ser el mejor de todos”
Lo cierto es que este último gesto cierra todo un camino de selección (cursus honoris como supervivencia académica) que se inaugura seis años antes con el curso y el examen de ingreso y se refuerza a lo largo de la vida escolar mediante toda una serie de dispositivos.  Algunos formales y burocráticos, como la carga horaria, la grilla de asignaturas o el régimen de promoción; otros más informales, como los premios en dinero que la Asociación Cooperadora brinda a los mejores promedios de cada trimestre.
¿En qué medida estas representaciones son reapropiadas por lxs estudiantes? ¿De qué manera dan sentido a sus prácticas y experiencias? Y, no menos importante, ¿cómo podemos advertir ese sentido e intervenir sobre él en nuestro contacto con ellxs en las aulas?
 La primera clase de filosofía en cuarto año es un momento muy especial para todas las personas que participamos de ese encuentro: para mis alumnxs es el primer contacto con la asignatura, para mí se trata del desafío de convertir toda esa curiosidad en entusiasmo y, si de doblar apuestas se trata, de sostenerlo durante el resto del año. En general, esa clase gira en torno a un ejercicio que consiste en proponer a lxs estudiantes que  formulen preguntas que consideren filosóficas. a veces en relación con ciertos temas, a veces de manera completamente libre. Las preguntas se ponen en común de manera anónima y azarosa y se abre el debate en torno a sus características y los derroteros de las posibles respuestas. En general, los resultados son de una intuición tan precisa como estimulante; a veces, también, son profundamente conmovedores. Hace unos años, me encontré con la siguiente pregunta: “¿lograr una meta es dar el máximo esfuerzo para conseguir algo, o es necesario llegar a conseguir lo que uno aspira a lograr? ¿Alguien aspira solo a esforzarse?”. Cuando leí esta pregunta no pude ponerla en común en medio del curso. Esa pregunta ofrecía todo un diagnóstico y parecía pedir, de alguna forma, una alternativa. ¿Qué ocurrió en todos esos años para que esx alumnx asociara el estudio sólo con el esfuerzo y se alejara tanto del placer y del disfrute? ¿Por qué sólo los resultados son los que dan sentido al proceso? ¿Cómo hacer para que el “esfuerzo” no sea sólo la condición y la justificación del mérito, sino que implique también un aprendizaje, un autoconocimiento, una formación en sí misma?  Los datos recolectadospor el IIH parecen confirmar esta escena  al señalar la identificación entre lxs estudiantes de excelencia y exigencia académica, lo que pude pensarse como la contracara del reconocimiento simbólico y la organización institucional. [1]
Pero volvamos al acto de colación de grado. Ahora son lxs alumnxs/agresadxs quienes toman la palabra. Escuchemos.
Como bien señaló Foucault en su momento, todo poder engendra resistencias. En las instituciones disciplinarias (ésas que generan un saber acerca de sus miembros a fin de optimizar el proceso de su subjetivación) esa resistencia anida (y se anuda) en los intersticios a donde no llega la autoridad. Podemos pensar entonces que, en medio del acto de entrega de diplomas, en ese espejo en el que el Colegio se ve a sí mismo, el discurso de lxs egresadxs se fue conformando, de a poco, en uno de esos espacios de resistencia.  Así, lo que puede parecer en principio un espacio de asimilación (el protocolo y la tradición parecen prever también un lugar para la catarsis) devino lentamente en una caja de resonancia para toda una serie de ecos en los que, si escuchamos con atención, pueden oírse nuevos sentidos para la noción de excelencia. Así, de a poco, con el correr de las promociones,el discurso d e lxs egresadxs ha ido sumando nuevos matices y registros a sus tópicos tradicionales. Junto a la camaradería nostálgica y el agradecimiento sincero, llegan para quedarse el compromiso social, la militancia política y los reclamos de igualdad en sus diferentes formas. De esta manera, la voz de lxs alumnxs resuena en dos direcciones. Hacia el exterior, ubica al Colegio no sólo dentro de la Universidad o de la educación pública, sino dentro de la sociedad misma, con la plena conciencia del compromiso que esto significa. Es decir, se trata de reconocer, y estar a la altura, no sólo del propio esfuerzo (del de sus pares, del de sus familias) sino del de todos aquellos que no pudieron llegar a donde ellos están y que sostienen con sus sacrificios la calidad de su educación. Pero hacia adentro de la institución esa voz también nos dice mucho. Y no deja de señalar la violencia institucional en sus diferentes formas. Quizás lo más interesante de ese reclamo de igualdad, sea que no demanda la disolución de roles, o incluso jerarquías, sino que pide que se ejerzan dentro del marco y los límites del respeto y del reconocimiento. Esta voz nos está diciendo que cualquier exceso (que es, de hecho, un defecto) atenta contra el cuidado como componente central de la formación de nuestrxs alumnos. 

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¿Cómo pensar estas posiciones y lineamientos? ¿Cómo orientarlas hacia una reconsideración de la excelencia? Creo que esta tensión entre exigencia y compromiso puede pensarse desde la noción griega de virtud y sus propias tensiones internas.
En efecto, la arete como excelencia es uno de los componentes esenciales de la paideia clásica. Pero podríamos advertir en ella una deriva en función de los contextos culturales en los que se encuentre. Me interesan especialmente dos de ellos: el de la sociedad aristocrática y el de la polis. Jaeger ha señalado, para el primero de estos contextos,  el estrecho contacto entre nobleza y areté como uno de los principales rasgos de la educación aristocrática entre los griegos. Así la areté puede pensarse como la cualidad de los héroes homéricos, la fortaleza y carácter del guerreo que le permite ser el mejor entre sus pares[2].  Sin embargo el advenimiento de la polis como nueva forma de organización institucional, pero sobre todo como una nueva forma de vida “en común” (cuyos rasgos principales implican la prioridad de la palabra, la igualdad ante la ley y el abandono de la fuerza y el linaje como mecanismo de legitimación de la autoridad política)[3] supondrá una reformulación de la noción de areté que encontrará en Aristóteles su expresión más acabada. En efecto, se trata aquí de pensar la virtud como el desarrollo pleno de una naturaleza. Como es sabido, en el caso del ser humano esa naturaleza tiene para Aristóteles una doble dimensión: racional y política. Por tanto el pleno desarrollo de nuestras facultades intelectuales (que no son sólo teóricas, contemplativas, sino también prácticas) se completa con la vida en común junto a los otros. De esta manera, la excelencia podría pensarse no ya como ser “el mejor de todos” sino en ser el mejor que se puede llegar a ser “junto con /entre los otros”, porque es sólo al interior de la polis donde nos realizamos, es decir, nos volvemos reales los unos para los otros.
¿Cómo conectar, entonces, estas representaciones de la virtud clásica con las imágenes de la excelencia que circulan en el Colegio y que, por otra parte, parecen reproducir la tensión propia de toda institución educativa entre cambio y permanencia, tradición y transformación?
En principio podríamos trazar una analogía entre ambas situaciones. Aquella excelencia homérica (que seduce por su heroísmo, su honor y su gloria) parece volver bajo la forma de un darwinismo académico que selecciona por exigencia y adaptación: el primus inter pares, el mejor de su cohorte, es, también, el mejor adaptado. Por otra parte, esa voz de lxs estudiantes que nos invita a mirar a nuestro alrededor, que reclama hacia afuera el compromiso y hacia adentro el respeto y la responsabilidad, parece reactivar los componentes políticos de la excelencia.
Creo que no se trata de pensar su relación sólo en términos de relevo o sustitución, sino de síntesis o superación. En este sentido, la exigencia académico-burocrática puede ser resignificada en términos de rigor intelectual y de autenticidad que a su vez abone las nociones de compromiso y respeto consideradas en términos de solidaridad.
En El maestro ignorante, Ranciere parte del supuesto de que la igualdad de las inteligencias es una condición y no un resultado del proceso de aprendizaje. Ubicarla al final del camino no es más que una trampa que perpetúa jerarquías y elude la emancipación intelectual. Creo que la solidaridad puede pensarse como la puesta en acto de esa igualdad. Por tanto, si seguimos a Aristóteles en la idea de la excelencia como el desarrollo de una naturaleza, quizás esa solidaridad no deba pensarse sólo como una meta a alcanzar, sino también como un punto de partida en tanto potencia a desplegar. Desde esta perspectiva, los discursos de lxs egresadxs, su compromiso y su reclamos, expresan una condición siempre presente en nuestrxs alumnxs a las que el Colegio puede (y debe) dar cauce y voz pero que muchas veces se abre paso a pesar de (y como reacción a) los mecanismos institucionales. Se impone entonces la tarea de pensar mecanismos institucionales que no inhiban, sino que potencien ese encuentro entre pares como algo más que una mera esrategia de supervivencia académica o reacción ante el autismo burocrático.
Por último, me parece necesario volver sobre el concepto de meritocracia. Muchas veces se lo piensa como un corolario de la excelencia académica. Me interesa en tanto que actitud subjetiva, como una forma de reconocimiento, incluso de autoconciencia. Podríamos pensarla como la conciencia del derecho a disfrutar de un privilegio en función del esfuerzo realizado para alcanzarlo. Así planteada parece inobjetable porque opera, de hecho, como criterio de justicia. No dice nada, sin embargo, acerca de las condiciones de ese esfuerzo, y mientras no se dé esa discusión se impondrá una lectura en términos individualistas, porque esa es la que se demanda desde una sociedad de consumo. Mientras no se visibilicen, se consideren y se ponderen las condiciones estructurales para ese esfuerzo individual, el mejor promedio general  arrasará con todos los premios en la próxima colación de grado.





[1]     A modo de hipótesis propongo pensar las figuras complementarias del “alumnx libre” y el “reingresante”  como otros componentes de esta constelación semántica que hacen de la exclusión la condición y esencia de la excelencia. En efecto, “ser libre” no significó siempre lo mismo dentro del CNBA. Lo que para otras generaciones podía pensarse como una situación extraordinaria (ante un caso de fuerza mayor) o incluso un gesto de autonomía y madurez (adelantar un año de estudios dando libre las asignaturas) hoy se parece más a un estigma institucional, una marca que señala desempeños y actitudes. Más parecidos a lxs trabajadorxs libres de los que habla Marx en el periodo de acumulación originaria, no queda muy claro si son lxs alumnxs los que quedan libres o es el Colegio quien los libera a su propia suerte (y se libra de ellos). Como contraparte de esta situación, los “reingresantes”(aquellxs alumnxs que habiendo regularizado las materias adeudadas continúan su escolaridad en el año siguiente al que quedaron libres) también tienen un peso y una tensión  simbólicos muy importantes: por un lado, le permiten al Colegio jactarse de no tener repetidores cuando en los hechos se trata de una repetición encubierta (ya sea porque lxs alumnos hacen un año en otro colegio para después volver a repetirlo en el CNBA, ya sea porque pasan un año no escolarizados regularmente, en una suerte de limbo legal, mientras regularizan su situación); por otra parte, ya desde la perspectiva de lxs alumnxs, cabe preguntarse por el lazo social, intelectual y afectivo ( más allá del académico) que los une con la institución por el cual realizan una suerte de actualización del proceso de selección  al que se sometieron a los 12 años. Estxs alumnxs jamás obtendrán, desde los cánones institucionales, un premio al desempeño en una colación de grado, pero acaso vivan con la misma satisfacción el saber que continúan perteneciendo. 
[2]     Vease Jeager W, Paideia: los ideales de la cultura griega,  Bs As, FCE, 1993 Cap: “Nobleza y  areté” pp. 19-29
[3]     Para una caracterización más detalladas de las características culturales de la polis, puede verse Vernant, JP. Los orígenes del pensamiento griego, Bs. As. F.C.E, 2002, CapIV: “El universo espiritual de la polis”