(sobre
algunas tensiones en la representación de la excelencia en el CNBA)
Por
Damián Canali
“...el proyecto de individualización forzosa
nunca puede ser completo. En todo momento, la colectividad puede ser redescubierta
y reinventada. El espectro de un mundo que podría ser libre siempre tiene que
ser reprimido, ya que puede revitalizar en cualquier festividad que dure
demasiado, en cualquier ámbito laboral u ocupación universitaria que se niegue
a la necesidad del trabajo monótono, en cualquier grupo que rechaza la
inevitabilidad del individualismo competitivo".
Mark Fisher, Los
fantasmas de mi vida.
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Quizás
uno de los puntos en los que la educación (y la docencia) se cruza con mayor
precisión y claridad con la política (y,
por qué no, con la filosofía y la historia),
sea en la tensión entre cambio y permanencia , entre la reproducción de
lo mismo y la transformación de lo dado, entre el reconocimiento de una
tradición que brinda identidad, y el margen para habitarla con la suficiente
autonomía, para realizarla en las singularidades del presente que nos toca.
En
una institución como el Colegio Nacional de Buenos Aires (CNBA) esa tensión
parece anudarse en torno al concepto de excelencia académica. ¿Qué
representaciones se juegan alrededor de esta idea? ¿Cómo es posible
traducirlas en prácticas que redunden en la mejor formación posible para
nuestrxs alumnxs? Cualquier intento de responder estas preguntas debe
considerar toda una trama de condiciones y circunstancias que tiene tanto que
ver con la sociedad en la que el colegio
se inserta, con sus interpelaciones y sus demandas, como con las herramientas
institucionales (pedagógicas y simbólicas, pero también, por qué no,
burocráticas y administrativas) con las que intenta responderlas. Creo que del
cruce entre estos planos surge una noción de excelencia que conviene explicitar
para pensar sus sentidos y proponer nuevos derroteros.
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Cuando
pensamos nuestro presente y los vínculos que se entraman en él , solemos echar
mano a todo un conjunto de conceptos: neoliberalismo, globalización,
capitalismo posfordista, capitalismo financiero, sociedad de la información,
sociedad de consumo, Más allá de las
diferentes constelaciones que esos conceptos puedan mostrarnos, de las
diferentes interpretaciones que las organicen, todas parecen ordenarse en torno
a una misma noción de subjetividad, es decir, una misma imagen en la cual
mirarnos para tratar de entender quiénes somos. En esta imagen, la figura del
sujeto como productor ha sido desplazada por la del usuario/consumidor.
Considero que una de las diferencias entre ambas subjetividades tiene que ver
con la temporalidad que corresponde a cada una de ellas. La temporalidad
productiva puede concebirse como una sucesión de momentos o etapas ordenadas en
pos de una meta, lo que permite construir con ellas una narración que las
organice para realizarla, o las conserve como una experiencia siempre
recuperable. En contraposición, la temporalidad del usuario/consumidor parece
reducirse a un conjunto de instantes tan efímeros como independientes entre sí
en los que la novedad (la “actualización”) parece ser la moneda de cambio (o la
cortina de humo) que encubre la repetición de lo mismo. Uno de los efectos de
este desplazamiento sea quizás un mayor individualismo guiado por una lógica
instrumental de mercado que carga las tintas sobre las responsabilidades
personales (los éxitos y los fracasos) dejando de lado las condiciones
estructurales.
Quizás
la cuestión de la temporalidad pueda resultar a primera vista un tanto
abstracta, sin embargo, es crucial no sólo por los efectos concretos sobre la
experiencia vital de cada sujeto (pensemos tan solo en la proliferación de
patologías asociadas con la ansiedad, la depresión o el stress) sino también porque ella condiciona las formas de pensar la
educación. En efecto, la llamada “sociedad del conocimiento” (learning
society) parece caracterizarse por la formación continua, la evaluación
permanente y la preparación para el aprendizaje durante toda la vida y en diferentes
ámbitos. Desde estas coordenadas, entonces, la noción de excelencia académica
parece asociarse con esa continuidad y la capacidad para hacer frente a la
incertidumbre propia de esa colección de instantes.
¿Cuáles
son, a partir de este marco, las herramientas que el CNBA puede brindar a sus
alumnxs? Creo que para dar respuesta a esta pregunta es necesario recorrer dos
representaciones en disputa: la que el Colegio (re)produce sobre sí mismo y la
que los estudiantes proponen a partir de su recepción de la primera. Para ello,
propongo que nos detengamos en un acontecimiento simbólicamente importante en
la vida institucional del colegio: el acto de entrega de diplomas a una cohorte
de egresados.
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Acto
de colación de grado y entrega de diplomas.
Rito
de pasaje que cierra un arco de entre seis y siete años de vida institucional.
El
escenario es imponente: Aula Magna con nombre de ex alumno ilustre, prócer de
la independencia, una arquitectura monumentalista que rememora la Ópera de
París.
El
protocolo es meticuloso: los profesores y las autoridades ingresan desde el
salón que separa el Aula Magna de la Rectoría, unas ocupan el estrado que
preside la sala y los otros se ubican en las butacas de la primera fila. Más
allá, lxs alumnxs y sus familias aguardan, y escuchan. Lo que sigue puede
parecerse a los momentos típicos de todo acto escolar: ingreso de los símbolos
patrios, entrega de reconocimientos, discursos, entrega de diplomas; sin
embargo quiero detenerme en dos de estos momentos, la entrega de reconocimientos
y los discursos de lxs alumnxs/ egresadxs,
porque enfrentan dos concepciones de la excelencia que es necesario
revisar, y discutir.
Como
es sabido para quienes hemos participado de la ceremonia en varias ocasiones, el CNBA reconoce, además
del promedio general, el desempeño académico de sus alumnxs en una serie de
disciplinas específicas (tales como latín, historia, matemática, química o
castellano). Una primera mirada sobre este abanico de distinciones no sólo
muestra la amplitud de la formación (humanista y científica) propia de un
bachillerato general; también puede hacernos pensar que el colegio busca
estimular a la mayor cantidad de estudiantes en función de sus gustos,
intereses y disposiciones. Sin embargo, en los hechos ocurre que el o la alumnx
que obtiene el premio al mejor promedio general de su promoción cosecha también
la gran mayoría de las distinciones particulares.
Esto
se debe, claro está, a que el criterio de selección es una variable
cuantitativa como el promedio de las asignaturas. Lo que habría que
preguntarse, sin embargo, es por qué ese criterio resulta una obviedad (y, si
queremos ir un poco más lejos, cómo es que las “calificaciones” cuantifican, y
viceversa). Se sabe que las ceremonias y sus protocolos son siempre endogámicos,
que refuerzan sentidos que sus miembros y participantes ya poseen y que así
componen un espejo para el narcisismo institucional; ¿cuál es entonces, la
imagen que se juega en una situación como la anterior? Creo que aquí la excelencia parece ser
la que designa al primus inter pares y articula así todo un campo
semántico en el que se eslabonan individualismo, competencia y exclusión. “Ser
el mejor” es así “ser el mejor de todos”
Lo
cierto es que este último gesto cierra todo un camino de selección (cursus
honoris como supervivencia académica) que se inaugura seis años antes con
el curso y el examen de ingreso y se refuerza a lo largo de la vida escolar
mediante toda una serie de dispositivos.
Algunos formales y burocráticos, como la carga horaria, la grilla de
asignaturas o el régimen de promoción; otros más informales, como los premios
en dinero que la Asociación Cooperadora brinda a los mejores promedios de cada
trimestre.
¿En
qué medida estas representaciones son reapropiadas por lxs estudiantes? ¿De qué
manera dan sentido a sus prácticas y experiencias? Y, no menos importante,
¿cómo podemos advertir ese sentido e intervenir sobre él en nuestro contacto
con ellxs en las aulas?
La
primera clase de filosofía en cuarto año es un momento muy especial para todas
las personas que participamos de ese encuentro: para mis alumnxs es el primer
contacto con la asignatura, para mí se trata del desafío de convertir toda esa
curiosidad en entusiasmo y, si de doblar apuestas se trata, de sostenerlo
durante el resto del año. En general, esa clase gira en torno a un ejercicio
que consiste en proponer a lxs estudiantes que
formulen preguntas que consideren filosóficas. a veces en relación con
ciertos temas, a veces de manera completamente libre. Las preguntas se ponen en
común de manera anónima y azarosa y se abre el debate en torno a sus
características y los derroteros de las posibles respuestas. En general, los
resultados son de una intuición tan precisa como estimulante; a veces, también,
son profundamente conmovedores. Hace unos años, me encontré con la siguiente
pregunta: “¿lograr una meta es dar el máximo esfuerzo para conseguir algo, o es
necesario llegar a conseguir lo que uno aspira a lograr? ¿Alguien aspira solo a
esforzarse?”. Cuando leí esta pregunta no pude ponerla en común en medio del
curso. Esa pregunta ofrecía todo un diagnóstico y parecía pedir, de alguna
forma, una alternativa. ¿Qué ocurrió en todos esos años para que esx alumnx
asociara el estudio sólo con el esfuerzo y se alejara tanto del placer y del
disfrute? ¿Por qué sólo los resultados son los que dan sentido al proceso?
¿Cómo hacer para que el “esfuerzo” no sea sólo la condición y la justificación
del mérito, sino que implique también un aprendizaje, un autoconocimiento, una
formación en sí misma? Los datos recolectadospor el IIH parecen confirmar esta
escena al señalar la identificación
entre lxs estudiantes de excelencia y exigencia académica, lo que pude pensarse
como la contracara del reconocimiento simbólico y la organización
institucional. [1]
Pero
volvamos al acto de colación de grado. Ahora son lxs alumnxs/agresadxs quienes
toman la palabra. Escuchemos.
Como
bien señaló Foucault en su momento, todo poder engendra resistencias. En las
instituciones disciplinarias (ésas que generan un saber acerca de sus miembros
a fin de optimizar el proceso de su subjetivación) esa resistencia anida (y se
anuda) en los intersticios a donde no llega la autoridad. Podemos pensar
entonces que, en medio del acto de entrega de diplomas, en ese espejo en el que
el Colegio se ve a sí mismo, el discurso de lxs egresadxs se fue conformando,
de a poco, en uno de esos espacios de resistencia. Así, lo que puede parecer en principio un
espacio de asimilación (el protocolo y la tradición parecen prever también un
lugar para la catarsis) devino lentamente en una caja de resonancia para toda
una serie de ecos en los que, si escuchamos con atención, pueden oírse nuevos
sentidos para la noción de excelencia. Así, de a poco, con el correr de las
promociones,el discurso d e lxs egresadxs ha ido sumando nuevos matices y
registros a sus tópicos tradicionales. Junto a la camaradería nostálgica y el
agradecimiento sincero, llegan para quedarse el compromiso social, la
militancia política y los reclamos de igualdad en sus diferentes formas. De
esta manera, la voz de lxs alumnxs resuena en dos direcciones. Hacia el
exterior, ubica al Colegio no sólo dentro de la Universidad o de la educación
pública, sino dentro de la sociedad misma, con la plena conciencia del
compromiso que esto significa. Es decir, se trata de reconocer, y estar a la
altura, no sólo del propio esfuerzo (del de sus pares, del de sus familias) sino
del de todos aquellos que no pudieron llegar a donde ellos están y que
sostienen con sus sacrificios la calidad de su educación. Pero hacia adentro de
la institución esa voz también nos dice mucho. Y no deja de señalar la
violencia institucional en sus diferentes formas. Quizás lo más interesante de
ese reclamo de igualdad, sea que no demanda la disolución de roles, o incluso
jerarquías, sino que pide que se ejerzan dentro del marco y los límites del respeto
y del reconocimiento. Esta voz nos está diciendo que cualquier exceso (que es,
de hecho, un defecto) atenta contra el cuidado como componente central de la
formación de nuestrxs alumnos.
3
¿Cómo
pensar estas posiciones y lineamientos? ¿Cómo orientarlas hacia una
reconsideración de la excelencia? Creo que esta tensión entre exigencia y
compromiso puede pensarse desde la noción griega de virtud y sus propias
tensiones internas.
En
efecto, la arete como excelencia es uno de los componentes esenciales de
la paideia clásica. Pero podríamos advertir en ella una deriva en
función de los contextos culturales en los que se encuentre. Me interesan
especialmente dos de ellos: el de la sociedad aristocrática y el de la polis. Jaeger
ha señalado, para el primero de estos contextos, el estrecho contacto entre nobleza y areté
como uno de los principales rasgos de la educación aristocrática entre los
griegos. Así la areté puede pensarse como la cualidad de los héroes
homéricos, la fortaleza y carácter del guerreo que le permite ser el mejor
entre sus pares[2]. Sin embargo el advenimiento de la polis como
nueva forma de organización institucional, pero sobre todo como una nueva forma
de vida “en común” (cuyos rasgos principales implican la prioridad de la
palabra, la igualdad ante la ley y el abandono de la fuerza y el linaje como
mecanismo de legitimación de la autoridad política)[3] supondrá una reformulación de la noción de areté
que encontrará en Aristóteles su expresión más acabada. En efecto, se trata
aquí de pensar la virtud como el desarrollo pleno de una naturaleza. Como es
sabido, en el caso del ser humano esa naturaleza tiene para Aristóteles una
doble dimensión: racional y política. Por tanto el pleno desarrollo de nuestras
facultades intelectuales (que no son sólo teóricas, contemplativas, sino
también prácticas) se completa con la vida en común junto a los otros. De esta
manera, la excelencia podría pensarse no ya como ser “el mejor de todos” sino
en ser el mejor que se puede llegar a ser “junto con /entre los otros”, porque
es sólo al interior de la polis donde nos realizamos, es decir, nos volvemos
reales los unos para los otros.
¿Cómo
conectar, entonces, estas representaciones de la virtud clásica con las
imágenes de la excelencia que circulan en el Colegio y que, por otra parte,
parecen reproducir la tensión propia de toda institución educativa entre cambio
y permanencia, tradición y transformación?
En
principio podríamos trazar una analogía entre ambas situaciones. Aquella
excelencia homérica (que seduce por su heroísmo, su honor y su gloria) parece
volver bajo la forma de un darwinismo académico que selecciona por exigencia y
adaptación: el primus inter pares, el mejor de su cohorte, es, también,
el mejor adaptado. Por otra parte, esa voz de lxs estudiantes que nos invita a
mirar a nuestro alrededor, que reclama hacia afuera el compromiso y hacia
adentro el respeto y la responsabilidad, parece reactivar los componentes
políticos de la excelencia.
Creo
que no se trata de pensar su relación sólo en términos de relevo o sustitución,
sino de síntesis o superación. En este sentido, la exigencia
académico-burocrática puede ser resignificada en términos de rigor intelectual
y de autenticidad que a su vez abone las nociones de compromiso y respeto
consideradas en términos de solidaridad.
En
El maestro ignorante, Ranciere parte del supuesto de que la igualdad de
las inteligencias es una condición y no un resultado del proceso de
aprendizaje. Ubicarla al final del camino no es más que una trampa que perpetúa
jerarquías y elude la emancipación intelectual. Creo que la solidaridad puede
pensarse como la puesta en acto de esa igualdad. Por tanto, si seguimos a
Aristóteles en la idea de la excelencia como el desarrollo de una naturaleza,
quizás esa solidaridad no deba pensarse sólo como una meta a alcanzar, sino
también como un punto de partida en tanto potencia a desplegar. Desde esta
perspectiva, los discursos de lxs egresadxs, su compromiso y su reclamos, expresan
una condición siempre presente en nuestrxs alumnxs a las que el Colegio puede
(y debe) dar cauce y voz pero que muchas veces se abre paso a pesar de (y como
reacción a) los mecanismos institucionales. Se impone entonces la tarea de
pensar mecanismos institucionales que no inhiban, sino que potencien ese
encuentro entre pares como algo más que una mera esrategia de supervivencia
académica o reacción ante el autismo burocrático.
Por
último, me parece necesario volver sobre el concepto de meritocracia. Muchas
veces se lo piensa como un corolario de la excelencia académica. Me interesa en
tanto que actitud subjetiva, como una forma de reconocimiento, incluso de
autoconciencia. Podríamos pensarla como la conciencia del derecho a disfrutar
de un privilegio en función del esfuerzo realizado para alcanzarlo. Así
planteada parece inobjetable porque opera, de hecho, como criterio de justicia.
No dice nada, sin embargo, acerca de las condiciones de ese esfuerzo, y mientras
no se dé esa discusión se impondrá una lectura en términos individualistas, porque
esa es la que se demanda desde una sociedad de consumo. Mientras no se
visibilicen, se consideren y se ponderen las condiciones estructurales para ese
esfuerzo individual, el mejor promedio general
arrasará con todos los premios en la próxima colación de grado.
[1] A modo de
hipótesis propongo pensar las figuras complementarias del “alumnx libre” y el
“reingresante” como otros componentes de
esta constelación semántica que hacen de la exclusión la condición y esencia de
la excelencia. En efecto, “ser libre” no significó siempre lo mismo dentro del
CNBA. Lo que para otras generaciones podía pensarse como una situación extraordinaria
(ante un caso de fuerza mayor) o incluso un gesto de autonomía y madurez
(adelantar un año de estudios dando libre las asignaturas) hoy se parece más a
un estigma institucional, una marca que señala desempeños y actitudes. Más
parecidos a lxs trabajadorxs libres de los que habla Marx en el periodo de
acumulación originaria, no queda muy claro si son lxs alumnxs los que quedan
libres o es el Colegio quien los libera a su propia suerte (y se libra de
ellos). Como contraparte de esta situación, los “reingresantes”(aquellxs
alumnxs que habiendo regularizado las materias adeudadas continúan su
escolaridad en el año siguiente al que quedaron libres) también tienen un peso
y una tensión simbólicos muy
importantes: por un lado, le permiten al Colegio jactarse de no tener
repetidores cuando en los hechos se trata de una repetición encubierta (ya sea
porque lxs alumnos hacen un año en otro colegio para después volver a repetirlo
en el CNBA, ya sea porque pasan un año no escolarizados regularmente, en una suerte
de limbo legal, mientras regularizan su situación); por otra parte, ya desde la
perspectiva de lxs alumnxs, cabe preguntarse por el lazo social, intelectual y
afectivo ( más allá del académico) que los une con la institución por el cual
realizan una suerte de actualización del proceso de selección al que se sometieron a los 12 años. Estxs
alumnxs jamás obtendrán, desde los cánones institucionales, un premio al
desempeño en una colación de grado, pero acaso vivan con la misma satisfacción
el saber que continúan perteneciendo.
[2] Vease Jeager W, Paideia: los ideales de la cultura griega, Bs As, FCE, 1993 Cap: “Nobleza y areté” pp. 19-29
[3] Para una caracterización más detalladas de las características
culturales de la polis, puede verse Vernant, JP. Los orígenes del
pensamiento griego, Bs. As. F.C.E, 2002, CapIV: “El universo espiritual de
la polis”