12 de mayo de 2020

La función de las escuelas ante la violencia y los abusos


Por Mariano Duna
I

La noticia impacta y conmueve; indigna y rebela. Los medios actúan de forma tan responsable como esperable: hacen foco en la cuestión del grooming y advierten a las familias sobre un riesgo que aumenta en este tiempo de multiplicación del uso de las pantallas. 
El hecho se transforma rápidamente en caso y se van conociendo detalles de abusos cometidos anteriormente. La Justicia parece actuar con celeridad y se pondera el trabajo de la Fiscal. 
Un detalle -seguramente de los menos importantes- es el que nos convoca: Adrián Rowek, el docente acusado, trabajó en el CNBA entre 2010 y 2014. Hay un denominador común en los distintos testimonios publicados en los medios o a través de redes sociales: el comportamiento inadecuado de esta persona era algo conocido por parte de la comunidad del CNBA.

II

Queremos ser cuidadosos y reflexivos, pero también claros y determinantes: abusos como los que sufrieron las víctimas recientes de Rowek podrían haberse evitado. 
Evidentemente, debe haber algún elemento en la cultura que hace que, al mismo tiempo que el abuso infantil está visto como una acción aberrante y, en este sentido, “monstruosa”, de todas maneras se torna algo en cierta forma “tolerable”. ¿Por qué, si no, las instituciones lo silencian, sea ésta, por ejemplo, el Vaticano, una escuela primaria privada de Palermo o una escuela secundaria dependiente de la UBA?
Hay una cuota importante de responsabilidad que atañe a las autoridades escolares que tomaron conocimiento de algunos comentarios y los trataron como meros “rumores” ya que, como suele pasar en estas situaciones, “no había denuncias”. Nadie pretende que se vulnere la presunción de inocencia o que quienes gestionan las escuelas se transformen súbitamente en detectives. Con el cumplimiento del artículo 30 de la Ley 26061, Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, ya se daría un gran paso: allí se  establece el “deber de comunicar” y se especifica que  “los miembros de los establecimientos educativos y de salud, públicos o privados y todo agente o funcionario público que tuviere conocimiento de la vulneración de derechos de las niñas, niños o adolescentes, deberá comunicar dicha circunstancia ante la autoridad administrativa de protección de derechos en el ámbito local, bajo apercibimiento de incurrir en responsabilidad por dicha omisión”.
Por momentos estamos tentados a relativizar la responsabilidad de las autoridades de las instituciones por las que transitó Rowek. “Era otra época”, “no había protocolos”, “hoy sería distinto” son algunas de las frases que nos vienen a la cabeza, pero que finalmente desestimamos. Ojalá alguna de esas autoridades pueda realizar una sincera autocrítica sobre por qué (no) actuaron de la manera en que (no) lo hicieron. Podría tratarse de una acción significativa que contribuya a resolver de una vez por todas la dicotomía de sentirnos cómplices o inútiles ante estas situaciones.

III

Pero también queremos reflexionar sobre nuestras propias limitaciones para intervenir; me refiero a los/as docentes “de a pie”, quienes no tenemos responsabilidades de gestión pero que, por las características propias de nuestro rol, convivimos diariamente con los/as estudiantes y escuchamos y vemos mucho de lo que dicen y mucho de lo que no pueden decir. Nosotros/as también, a nuestro modo, toleramos los abusos, convivimos con ellos, bromeamos sobre ellos, les otorgamos la visibilidad mínima necesaria como para convivir con nuestras conciencias y continuar con nuestra tarea cotidiana porque, en definitiva, somos “trabajadores/as” y tenemos que ganarnos el mango. 
Es evidente que muchos/as compañeros/as del CNBA hablaron con los medios y compartieron sus experiencias y conocimientos de lo que se sabía o se comentaba. Acaso sea una forma de tramitar la bronca y la impotencia de que nadie haya hecho nada, de que nosotros/as mismos/as no hayamos hecho nada porque no pudimos, no quisimos, no supimos. Las responsabilidades, obviamente, son proporcionales a los cargos y a las funciones, pero este argumento -que podría servir en una instancia judicial- no necesariamente resulta igual de efectivo a la hora de enfrentar a nuestra conciencia y hacer una autocrítica sobre lo que nosotros/as mismos/as (no) hicimos.

IV  

¿Es posible salir de la lógica judicial para pensar las relaciones escolares? La pregunta parece inapropiada cuando se plantea a partir de una acción criminal que seguramente reciba la máxima pena posible. En este interrogante, sin embargo, hay un llamado de atención y tal vez una propuesta.
Nuestra conducta organizada a partir de una lógica judicial oscila entre dos extremos: o no hacemos nada porque “no hay denuncias”, o se denuncia y se espera que actúe la Justicia. En los dos casos la institución escolar renuncia a su responsabilidad de intervenir y la delega en otra esfera.
Ahora bien, ¿en qué consiste la responsabilidad escolar? ¿Qué podría hacer la escuela frente a casos como el de Rowek, que no sea informarlo a las autoridades correspondientes?  Pero no es necesario llegar a un caso tan extremo: ¿qué hace la escuela ante los casos de violencia física y/o simbólica que siguen formando parte de una supuesta matriz identitaria de una institución como el CNBA? “Denunciarlos”, “escracharlos”, “sumariarlos” son algunas de las opciones que nos vienen a la cabeza, pero que deberíamos desestimar.
Hemos naturalizado la judicialización de nuestras relaciones escolares y no concebimos la escuela como un espacio donde la palabra circule y medie. Nos resulta prácticamente imposible plantear un conflicto vincular por fuera de la forma de la queja o de la denuncia; no estamos habituados al trabajo colectivo y sincero, a la búsqueda de acuerdos y a la construcción de marcos de convivencia que no caigan en meros reglamentos o protocolos. Allí donde surge un problema que haga suficiente ruido, se acude simplemente a la sanción o al ocultamiento. 

V

En los últimos tiempos, el CNBA se vio conmovido (¿realmente lo hizo?) por el discurso de Mujeres y Disidencias, la denuncia de una ex alumna sobre abusos cometidos por quien participaba habitualmente  de los viajes de estudios a Tilcara y el repudio a la designación en el Rectorado de la UBA de un profesor sancionado por amenazar a un alumno que lo había señalado por seguir cuentas de Twitter de contenido pornográfico. 
El caso Rowek debería hacer explotar los cimientos de esta supuesta “nueva normalidad” a la que el CNBA parece acostumbrarse con casos como los mencionados (y por otros que podrían señalarse).
La exposición repentina, salvaje y fugaz en los medios y en las redes sociales no hace más que evidenciar la imposibilidad de trabajar en el CNBA desde una lógica que sea preponderantemente pedagógica, que confíe en la palabra como herramienta principal para la construcción y el intercambio y procure dejar de lado el sometimiento como principio de vinculación interpersonal. Esa lógica pedagógica sería, asimismo, un principio de encuentro y de prevención, que permita cuidar a cada estudiante y velar por sus derechos pero también acompañar a cada docente, a cada nodocente y a las familias que integran la comunidad educativa. Es imprescindible que podamos hacer circular la palabra, pero no para evitar conflictos -inherentes a nuestra condición de seres humanos- sino simplemente para poder aprender de ellos. De eso se trata, en definitiva, la función de una escuela. 

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