19 de abril de 2018

Los protocolos: entre el cuidado y la burocratización

Por Mariano Duna

Todo protocolo –en tanto “secuencia detallada de un proceso de actuación”- responde a la necesidad de favorecer el funcionamiento eficaz de un dispositivo institucional. Generalmente, las situaciones protocolizables son aquellas que se vinculan a la salud o la integridad de los sujetos, por lo que su observancia requiere una atención particular.
Elaborar protocolos en una institución educativa en la que habitan diariamente cientos de personas nos enfrenta al doble desafío de asegurar el cumplimiento de los derechos y obligaciones que atañen a todos los sujetos en función de su rol y, al mismo tiempo, permitir intervenciones situadas que se diagramen atendiendo a la especificidad de cada situación. Este principio, en realidad, debería orientar la elaboración de todo documento –resolución, reglamento, protocolo, etcétera- que se proponga construir marcos para la convivencia escolar.
Ahora bien, en la actualidad existen una serie de documentos a los que -confiando en el carácter performativo de los protocolos- la comunidad educativa del CNBA está acudiendo para procurar atender la urgente cuestión de la violencia de género.
En primer lugar, el “Protocolo de acción institucional para la prevención e intervención ante situaciones de violencia o discriminación de género u orientación sexual” [Protocolo UBA], aprobado por Resolución del Consejo Superior Nº 4043/2015. Esta normativa, de gran importancia para la comunidad universitaria, no contempla, sin embargo, los derechos específicos que asisten a los y las estudiantes menores de edad de los establecimientos de enseñanza secundaria (por caso, el mencionado Protocolo no hace referencia a la Ley de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes Nº 26061).
El 8 de junio de 2017 fue presentado un Proyecto de Resolución ante el Consejo de Escuela Resolutivo que declaraba la vigencia del Protocolo UBA en el CNBA, a la vez que señalaba que “las situaciones determinadas en el Artículo 3° del Protocolo que involucren a alumnos menores de edad deberán ser abordadas teniendo en cuenta la legislación específica vigente”, en clara alusión a normativas como la 26061, ausente –como mencionamos- del Protocolo UBA. El 13 de diciembre, el Consejo Superior en cierta forma reconoció esta omisión al promulgar, mediante la Resolución Nº 8548/2017, los “Lineamientos para los Establecimientos de Enseñanza Secundaria de la Universidad de Buenos Aires ante situaciones de violencia o discriminación de género u orientación sexual” [Lineamientos UBA]. Si bien en los considerandos de esta normativa se reconoce que se requiere un procedimiento especial cuando las víctimas de hechos descriptos en el Protocolo UBA sean menores de edad, continúan evitándose las menciones a leyes como la 26061.
            En tercer lugar, el Consejo de Escuela Resolutivo del CNBA elaboró el 21 de diciembre su propio “Protocolo de acción institucional para la prevención e intervención ante situaciones de violencia o discriminación de género u orientación sexual” [Protocolo CNBA], tomando elementos del Protocolo UBA e incorporando planteos específicos del Centro de Estudiantes y otros que surgieron del debate al momento de tratar el proyecto. Aunque todo hace indicar que el Consejo Superior no refrendará el Protocolo CNBA –en un informe elaborado por la Directora General de Promoción y Protección de Derechos Humanos de la Secretaría General de la UBA al Secretario de Educación Media se señala que “no pueden coexistir disposiciones que regulen la misma materia, debiendo privilegiarse aquellas que emanan del Consejo Superior con ámbito de aplicación para todas las dependencias de la Universidad”-, hay en este documento un elemento en particular que aporta un dato fundamental para pensar toda esta cuestión.
Se trata del inciso d del Artículo 5, en el que se señala que “en cumplimiento de los dispuesto por las leyes vigentes, el receptor debe comunicar la existencia de la denuncia al Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes”. Esta redacción tiene sin duda en cuenta el Artículo 30 de la Ley 26061, en el que se señala expresamente que “los miembros de los establecimientos educativos y de salud, públicos o privados y todo agente o funcionario público que tuviere conocimiento de la vulneración de derechos de las niñas, niños o adolescentes, deberá comunicar dicha circunstancia ante la autoridad administrativa de protección de derechos en el ámbito local, bajo apercibimiento de incurrir en responsabilidad por dicha omisión”.

La revisión de estas normativas nos permite proponer las siguientes observaciones:

-          Antes que estudiantes de la UBA, los y las jóvenes adolescentes que acuden a los establecimientos de enseñanza secundaria son sujetos a los que asisten derechos que ninguna normativa específica de la Universidad puede obviar. Por lo tanto, no debería elaborarse ningún protocolo que no oriente la acción según lo determinado por legislación de mayor jerarquía. De ninguna manera la alusión a la “autonomía universitaria” puede ser una excusa para saldar esta cuestión.

-          De la misma manera, aun cuando los protocolos se establezcan en una escala menor y provengan de acuerdos producidos al interior de cada institución, no deben dejarse de lado en ningún momento los derechos que asisten a todas/os las/los estudiantes. Este principio debería evitar que se propongan medidas de acción que se fundamenten exclusivamente en la condena social e impidan o menoscaben el carácter formativo de toda institución educativa y, sobre todo, el derecho a la educación que asiste a la totalidad de alumnas y alumnos.

-        ¿Puede un protocolo ser lo suficientemente flexible como para atender las complejidades de las situaciones  en las que se ven inmersos menores de edad dentro y fuera de una institución educativa? Si la respuesta es afirmativa, cabría preguntarse si un documento de ese tipo seguiría siendo un protocolo; si la respuesta es negativa, convendría comenzar a pensar en otro tipo de reglamentación que asegure el cumplimiento de los derechos de las personas. En cualquiera de los dos casos, queda claro que nuestra confianza en los protocolos acaso esté siendo excesiva.

En lugar de buscar una “secuencia detallada de un proceso de actuación”, creemos que es preferible establecer colectivamente una serie de acuerdos generales en torno a principios y derechos que delimiten marcos de convivencia, permitan pensar y comunicar las maneras en las que todos y todas nos vinculamos y nos ayuden a trazar líneas de acción para potenciar o modificar esas formas –múltiples, complejas, imposibles de catalogar- en las que sentimos y nos relacionamos.
Un protocolo puede asegurar la intervención ante una situación determinada, pero dicha intervención tendrá siempre un carácter reactivo. Para garantizar el cuidado y la formación de todos/as los/las que integramos una comunidad educativa debemos ser capaces de impulsar, además, otras formas de actuación. La no revictimización, el no punitivismo, la promoción de la salud desde una perspectiva de género y una reforma curricular elaborada, entre otros factores, a partir de los lineamientos de la Educación Sexual Integral, son algunos ejemplos de criterios que, tanto en el corto como en el mediano plazo, potenciarían el bienestar de las y los estudiantes, más allá de la aplicación burocrática de protocolos.

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